La Línea de Fuego

Turismo de contradicciones

Collage de fotos de turismo

El otro día me hicieron una foto en mi lugar favorito. Podría ser por postureo, y en cierto modo lo fue, pues la subí a Instagram, pero para mí significa mucho más que un lugar más donde ir de turismo.

Llevé hasta esta playa a dos personas a las que quiero mucho, dos personas que son también mi lugar feliz, mi refugio. Durante unos segundos, esos que tan bien captó la fotografía, no existió nada más.

A unos diez metros del punto exacto donde me tomaron la foto, detrás de las rocas, la pequeña playa que tanto amo estaba abarrotada. La sombra cubría casi toda la arena, pero la gente se resistía a marcharse. Habían llegado a su destino turístico, y aunque no era lo que esperaban (la sombra, las mareas vivas de agosto, aglomeraciones…) se quedaron. En el barullo incesante de voces se mezclaban acentos de todas partes de España. También se escuchaba algo de inglés, de francés y de alemán.

Romantizando el pasado

No me gustó ver así ese lugar. Recuerdo cómo era esta playa antes de que estuviera bien señalizada, antes de que se compartieran las ubicaciones a golpe de click. Recuerdo a mis padres y a mis tíos bajando por las rocas cargados con neveras, bolsas y carritos de bebés. Recuerdo que me parecía estar viviendo una aventura… y recuerdo también lo cómodo que nos pareció cuando pusieron las preciosas escaleras de madera, aunque sabíamos que iban a cambiarlo todo.

Tía Marta ya venía a esta playa desde antes de que yo naciera. Acampaba con sus amigas y hacían hogueras. Yo siempre he envidiado esos relatos pertenecientes a una época en la que los foráneos éramos nosotros, los de Vigo.

Sí, a los del pueblo les molestaba nuestra presencia, de la misma forma que a los de Vigo nos molestó la llegada de los madrileños y a estos, supongo, les molestaría la llegada de los ‘guiris’. Así somos.

Romantizamos el pasado, romantizamos esos lugares mágicos que parecen escapar de las garras de la globalización; pero salimos de nuestra tierra natal y hacemos exactamente aquello que criticamos.

Coleccionando momentos

Escribo esto desde Lanzarote. Una isla preciosa, sí, pero convertida en máximo objeto de consumo. No me sentí cómoda el primer día visitando uno de los pueblos más turísticos, que parece un decorado de película: un pueblo fabricado para y por el turismo. Es bonito, claro que sí, y disfruté del día de la playa y del agua cristalina como una niña pequeña, pero algo no me encajaba.

Al día siguiente visitamos otros pueblos. También están llenos de turistas que se agolpan en las puertas de los restaurantes que tienen mejor nota en Tryp Advisor, pero nosotros no tenemos reserva, así que entramos en el primer local en el que hay sitio.

El restaurante es el típico de pueblo marinero, decorado con redes de pescador y demás motivos náuticos. Por la carta y la pinta del lugar deduzco que es más bien cutre, pero no nos importa. Está regentado por unos paisanos que parecen ser familia. Dos camameros que sobrepasan los 60 se mueven rápido de un lado a otro: sudan, ríen, bromean entre ellos y con los clientes, se comunican por señas y a gritos con los turistas que no hablan español.

Volvemos al coche y paseamos por las calles del pueblo. Las casas blancas pueden parecer todas iguales, como en toda la isla, pero aquí muchas tienen la pintura descascarillada. Hay juguetes y cuerdas con ropa tendida en los patios y muchas puertas están abiertas. Por una de esas puertas, franqueada por una sillita de bebés gemelar, observo fugazmente a un padre intentando dar de comer a dos pequeños idénticos. Sonrió y le deseo suerte en silencio. Más adelante, en la misma calle, un señor mayor está comiendo algo en el porche de su casa. Lleva un gorro de pescador y está sentado en una silla que parece tan vieja como él. Nos saluda y nos pregunta qué tal hemos comido. Charlamos un poco y seguimos caminando hasta encontrar el coche.

Llegamos al pueblo de al lado y atravesamos las calles en busca de aparcamiento. Vemos las famosas piscinas naturales que están, como no, hasta el tope de turistas. Hay gente tomando el sol en las rocas, en las escaleras e incluso en la acera. Sillas, toallas, chanclas, crema, niños. Abandonamos la zona turística y encontramos aparcamiento en la carretera. A nuestra derecha las casas están construidas sobre las rocas. Casi todas tienen bajada directa al mar.

Veo a una mujer leyendo en su porche, con las olas batiendo a escasos metros de ella. Y me quedo hipnotizada con la estampa. Me pregunto cómo será la vida en un sitio así. Si esa mujer sentirá miedo los días en los que el mar esté picado y las olas batan con fuerza contra su casa. Si le molestaremos los turistas solitarios que nos alejamos del tumulto.

Luego pienso que estoy romantizando de nuevo y que igual esa señora es otra turista más, que ha alquilado la casa para pasar las vacaciones. Y me río de mí misma, aunque no puedo evitar pensar que no es lo mismo. No puede ser lo mismo este turismo que te permite leer con tanta calma en el porche de una casa que cuidas como si fuera tuya, que el turismo masificado en el que el objetivo es visitar los máximos lugares posibles, comer en todos los restaurantes de moda, hacerse las fotos en los sitios de rigor, rápido, que no da tiempo a visitar todo. El turismo del ‘fast food’ en el que se consume engullendo, arrasando, coleccionando momentos en instagram como si fueran cromos.

Turismo de contradicción

Y claro, me siento una cínica, pues aquí estoy, siendo parte del problema, como cada vez que compro en Shein o me depilo o como carne. Y decido no torturarme porque todos somos un amasijo de contradicciones y me consuela pensar que al menos yo reflexiono sobre estas cosas y me considero parte del problema e intento hacer las cosas lo mejor que puedo.

Y, quizá como método de supervivencia, pienso que soy más como la señora del porche, que no me dejo arrastrar por la frenética necesidad de vivirlo todo ya. Que si me pierdo algo precioso de la isla pues ya volveré, o no, pero qué le voy a hacer si prefiero saborear a engullir.

Después de bañarnos y hacernos fotos en el sitio de rigor, en el que reconocemos a dos italianos que vimos en otro punto turístico esa misma mañana, volvemos al coche. Antes de entrar me acerco de nuevo a esa bajada al mar que está justo al otro lado de la estrecha carretera. No hay nadie. El agua no es tan cristalina y hay bastantes algas. Me quedo mirando y subo al coche, arrepintiéndome al instante de no haber hecho lo que realmente me apetecía, que era meterme ahí, sola, atravesando las algas con cara de asco y observando desde el interior del mar ese pueblo tan bonito cuya esencia el turismo masivo no ha conseguido todavía aniquilar.