La Línea de Fuego

Madrid

Calle de Madrid

“Durante la adolescencia había escrito mucho sobre Madrid como escribimos sobre Madrid los chavales que vivimos en la periferia, como si Madrid fuera una especie de Macondo en el que no llueven ranas pero qué bien se está en Comendadoras cuando atardece”. Cuando leí esta frase de Ana Iris Simón en su libro Feria me acordé de todos los textos que escribí al llegar a Madrid. Textos que hoy todavía guardo en mi página escondida de WordPress

El primer artículo se titulaba «A 600 kilómetros». Lo publiqué en el libro de las fiestas de mi pueblo, en el que participo religiosamente cada año como una forma de no sentirme tan lejos. Aquel texto empezaba tal que así: “Había oído a mi madre llorar cuando me fui, porque sabía que no volvería demasiado” y retrataba mis recuerdos de la infancia y adolescencia en el pueblo, lo mucho que iba a echar de menos a mis amigas y la preocupación de empezar a pensar en el futuro más allá del sábado por la noche y de las miradas que empezaban a cruzarse. 

Cual adolescente llevo pensando meses cómo me ha absorbido Madrid. No lo voy a negar. Me ha hecho sentirme un poco de aquí y de allí. De todas partes y de ninguna. Incluso, hace días estaba intentando hacer un ejercicio de memoria y recordar lo que más me sorprendió en 2010 cuando llegué aquí. Me estaba costando trabajo pero acabé seleccionando tres anécdotas de provinciana: que hubiera baldosas en lugar de parqué en los pisos, que la gente dijese “me voy de vacaciones a la playa” y me hiciera pensar a dónde coño se iba si España tiene 8.000 kilómetros de costa y que muchos tuvieran sanidad privada. Yo, que no había visto un hospital privado en mi vida.

El último artículo que escribí sobre Madrid fue el 17 de septiembre de 2014, el día que sabía que me iba a ir de esta ciudad al poco tiempo (como así fue)  pero que volvería no dentro de mucho (como así sucedió también).  Reflexionaba sobre los intensos cuatro años de cambios para una adolescente de pueblo en la gran ciudad. El artículo se titulaba «Cuando éramos reyes», como una premonición al libro que acaba de sacar Ignacio Peyró que se titula Ya sentarás la cabeza. Cuando éramos periodistas. Ese artículo hablaba precisamente de cuando estudiamos Periodismo y de cómo no supimos sentar la cabeza. Pero también hablaba de lo mucho que disfrutamos esta ciudad.

No se cuanto me costaron aquellos saltos en aquel concierto, ni oír una poesía un martes por la noche, no me acuerdo cuánto me costó aquella sonrisa el domingo por la mañana, ni aquel paseo en un chalano sin remo, ni aquella carrera en la que pensé que echaba el corazón por la boca por una buena causa, ni cuánto me costó reírme en la plaza en una noche de esas que parecen de verano, porque aquí siempre se adelanta y siempre se va más tarde. No me acuerdo de los números, porque de ellos me he fiado menos que de los humanos”

Continúa: “Madrid, sus nubes y sus claros, y sus sinsentidos. Madrid era “volver” y no “espero que vuelvas pronto”. Siempre hay que saber volver, pero cómo cuesta tener que irse. Madrid eran inviernos largos y fríos, que no tenían ningún adjetivo negativo”. 

De fondo, escucho ‘Madrid’ de Xoel López, que tiene la misma imagen agallegada de esta ciudad que yo: “No sé si me abrazaste o si me engulliste. No se si me besaste o me curtiste pero en ti confluyen todos mis caminos”

Ahora, después de tantos años, un papel certifica que vivo aquí después de tanto cambio de rumbo. Cuando escribí que los inviernos de Madrid no tienen adjetivos negativos, no había reparado en que la primavera puede que traiga otras tantas oportunidades.