La Línea de Fuego

A propósito del placer (I): ‘Caliente’, de Luna Miguel

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Leticia Guedella fotografiada por Alberto Lorenzo Pedrouzo

Abro la caja de libros que mis amigas me enviaron desde Madrid con la misma ilusión que tiene un niño la mañana de Navidad. Entre regalos y préstamos se cuela una carta de Belén. Al romper el sobre caen sobre mi cama varios pétalos de rosa. La calidez de su gesto envuelve mi corazón. Cojo la preciosa edición de Caliente y leo la dedicatoria cariñosa que Luna Miguel ha escrito para Belén. No puedo evitar sentirme como una voyeur. Aunque sé que terminaré comprándome el libro, disfruto leyendo a Luna a través de Belén. Confieso que me resulta, en cierto modo, excitante.

La magia de encontrarnos en las palabras de otras

Me encuentro en muchas de las palabras de Luna igual que me encuentro a diario en las de mi querida amiga. Belén y yo hablamos mucho. Hablamos mucho, en general, y hablamos mucho entre nosotras, en particular. Podemos parlotear horas y horas sobre cualquier cosa, pero últimamente le dedicamos un tiempo especial a todo aquello que hemos callado durante años. Hemos encontrado un espejo la una en la otra y también un refugio.

Hablamos del pasado, siendo ya adultas, pero sin olvidarnos de las niñas que fuimos. Les damos ahora la voz que no tuvieron. Narramos, lo mejor que podemos, sus placeres, sus dolores y sus vergüenzas. Compartimos todo aquello que tan dentro habíamos guardado.

Hablamos del gustito que sentíamos entre las piernas cuando éramos todavía muy niñas y apretábamos contra nuestras vulvas aquel peluche, o la almohada; el mando a distancia o el sonajero o, incluso, la esquina de una pared con gotelé, como relata Luna en Caliente.

Hablamos de la culpa y la vergüenza, dos compañeras de vida que llegaron para quedarse cuando empezamos a estudiar el catecismo. Recordamos y compartimos la sensación de sentirnos observadas y juzgadas, el esfuerzo por alejar los pensamientos impuros de nuestras mentes infantiles y las promesas de que no volveríamos a hacer eso nunca más, promesas que incumplíamos una y otra vez. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Dejar de creer en Dios se convierte, en nuestro caso, en una cuestión de supervivencia.

Hablamos de lo lejano que nos sonaba eso de «hacerse un dedo». Esa acusación que vertían sobre nosotras nuestros compañeros varones, “hacerse un dedillo” que decían los compañeros de Luna, era algo que nos hacía sentir vergüenza. No queríamos reconocernos en ese acto tan tabú, pero es que aunque hubiéramos querido dar el paso y reconocernos, tampoco habríamos podido.

El lenguaje es un reflejo de la sociedad. Y que la expresión dominante para hablar de la masturbación femenina fuese “hacerse un dedo” es un buen ejemplo de hasta qué punto se nos ha negado el derecho a expresarnos, de cómo se nos ha impuesto una visión totalmente masculina de la sexualidad*. Mientras nosotras frotábamos nuestra entrepierna con todo aquello que se nos ponía por delante, ellos nos acusaban de meternos el dedo. Por supuesto, algunas sí lo hacían y somos muchas las personas con vulva que, ya de adultas, disfrutamos con la penetración, pero asociar la masturbación a “meterse un dedo” es del todo menos realista y sino que se lo digan a las empresas de juguetes eróticos que venden miles de succionadores de clítoris al día.

Hablamos, también, sobre libros y sexo. Y sobre libros que hablan de sexo. «Hoy estoy cachonda perdida. Me he masturbado antes de ir a trabajar. Me he llevado el Satisfyer a la bañera. Tengo conjunto nuevo de lencería. Tienes que leer a Luna, tienes que leer a la Vasallo, tienes que leer a Elisa Coll.” Hablamos de sexo con todo lujo de detalles. Del que tenemos con nosotras mismas, del que tenemos con otres y, también del que querríamos tener. A veces, intercambiamos imágenes de nuestros rostros radiantes tras los orgasmos o fotos en las que salimos con un conjunto sexy, normalmente acompañado con una copa de vino y esa expresión de excitación en la cara que precede al encuentro sexual.

Y si podemos hablar de todo esto ahora con naturalidad es gracias a todas las que se atrevieron a hacerlo antes que nosotras. A las que se expusieron y se exponen, a las que se desnudan, literal y metafóricamente, para luchar por nuestros derechos, a las que batallan en primera línea y también desde los márgenes: Anaïs Nim, Annie Ernaux, Marina Tsvietáieva, Audre Lorde, Louise Glück, Brigitte Vasallo, Gabriela Wiener, Camila Sosa Villada, Aixa de la Cruz, Henar Álvarez, Ana Requena Aguilar, Luna Miguel… Podría llenar páginas enteras con los nombres de estas mujeres que nos dieron la oportunidad de encontrarnos en sus voces. A todas vosotras, gracias.

Cuando las etiquetas se nos quedan pequeñas

En Caliente, Luna Miguel confiesa que fantasea con sus amigas. Eso me hace pensar. Reconozco que yo no lo hago, aunque no me importaría si ellas lo hicieran conmigo. Al poco, me doy cuenta de que tengo que matizar: nunca he fantaseado con ninguna amiga que haya hecho antes de reconocerme como bisexual. Pienso en mi amiga Laura M. Mateo, periodista, y en ciertas cosas sobre las que hemos reflexionado mucho a lo largo del último año.

Hace tiempo ya, Laura compartió conmigo una vivencia personal. Esta vivencia me hizo recordar lo que estudié sobre la percepción categorial o psicolingüística y en cómo los humanos tendemos a categorizarlo todo, desde los colores hasta los fonemas, para (simplificando mucho) no complicarnos demasiado la vida. Después de escuchar su historia y con esto que había estudiado muy presente, no pude evitar pensar, y que me perdonen los expertos, que los humanos categorizamos a las personas en el plano sexoafectivo como los bebés cuando juegan con un cubo de piezas encajables.

En esos cubos suele haber diferentes formas (estrella, círculo, cuadrado, triángulo…) y su finalidad es que el bebé aprenda a reconocer esas formas e introduzca en el cubo la pieza correcta en su ranura correspondiente. Si habéis convivido con bebés sabréis que cuando intentan meter una pieza en la ranura equivocada se frustran y, en ocasiones, siguen intentando que encaje a la fuerza, con golpes e incluso gritos pero, como es de esperar, no funciona.

Resulta que los adultos nos comportamos exactamente igual cuando se trata de poner etiquetas a nuestras relaciones. La sociedad nos enseña que hay unas categorías fijas que no deben mezclarse y solo unas pocas están asociadas, social y culturalmente, al deseo y la sexualidad. El resto de personas que se cruzan en nuestras vidas tienen que entrar, por la fuerza, en aquellas categorías desprovistas de deseo. ¿Y qué pasa cuándo no lo hacen? ¿Qué pasa cuando deseamos a una amiga? ¿Qué ocurre cuándo deseamos al novio de un hermano o a un amigo de nuestra pareja? ¿Qué pasa cuando deseamos a alguien al que nos une un lazo de sangre? ¿Qué pasa cuándo amamos a más de una persona?

Pues pasa que cortocircuitamos. Y nos convertimos en ese bebé que golpea el cubo intentando meter la pieza de estrella en la ranura con forma de círculo. Y hacemos toda clase de piruetas mentales para evitar aceptar lo evidente, lo natural. Y es que esa persona que tu cabeza te dice que sí o sí tiene que entrar en la ranura del círculo es, en realidad, una estrella. Y así nos va.

Me imagino a mi cerebro en el pasado clasificando a mis amigas directamente como amigas (error 404 deseo not found) y me imagino cómo de frustrada me habría sentido si alguna de ellas no hubiera encajado en esa etiqueta vacía de sexualidad. Por una parte, me considero afortunada al no haber tenido que lidiar con esto en un momento en el que quizá no estaba preparada, pero por otra pienso que igual me habría ayudado a enfrentarme a reconocer algo de lo que estuve huyendo durante años: mi evidente bisexualidad.

El deseo que palpita

Hay muchos temas, quizás demasiados, de los que quiero escribir desde que leí Feminismo vibrante, de Ana Requena Aguilar. Cuando empecé Caliente supe que iba a devorarlo, pero lo que no podía imaginar es que en el mismo día iba a empezar y terminar el libro y, entremedias, escribir unas mil palabras que son el germen de este artículo.

Al ver la historia que he subido con Caliente en las manos a Instagram, Laura me comenta que se ha masturbado mucho leyendo este libro y yo le respondo que no lo he hecho, pero que he escrito mucho, que es parecido. Ella se ríe y me da la razón, pues entiende perfectamente ese deseo acuciante que palpita, como nuestro sexo cuando se excita, y que solo se calma cuando dejamos que fluyan las palabras con total libertad.

“Si asumimos la escritura como un flujo, como un fluir, aquel fue también el año en que más líquidos salieron de mis manos, parecidos a veces a lágrimas, otras a saliva, otras a coágulos, pero sobre todo parecidos a palabras: los fluidos de mis manos me hicieron entender que solo si escribía mi vulnerabilidad podría tomar las decisiones más justas.” escribe Luna, y yo lo leo y pienso que ella también me entendería.

En un momento de la lectura, aparto el libro y entro en Instagram. Entre las nuevas historias que aparecen en la parte de arriba de la interfaz está el nombre de Luna. Pulso y observo una foto en la que sale una cama con las sábanas revueltas. Encima de ellas un ordenador, un libro, un cuaderno, un boli y un gato. A los pies de la cama, apoyado en la pared, hay un espejo. No puedo evitar pensar en Luna masturbándose delante de ese espejo. Me entran ganas de hacerlo yo también. Me contengo, por el momento, y sigo leyendo: “el orgasmo es como un arco tensado que se suelta, es decir, un desahogo repentino e involuntario de la tensión sexual.” Así definen el orgasmo Nina Brochmann y Ellen Støkken Dahl, autoras de El libro de la vagina y la verdad es que encuentro esta definición mucho más acertada que la que aparece en el diccionario de la RAE.

Justo un día antes de leer esto tuve sexo con mi pareja y me costó más de lo habitual llegar al orgasmo. No es que no estuviera excitada; de hecho, en todo caso, me sentía sobreexcitada. Cuando por fin me corrí, me quedé agotada y mareada. Quise explicarle a mi compañero lo que había sentido antes y durante el orgasmo y, para ello, recurrí a una comparación.

Le dije que, para mí, el orgasmo, con todas sus fases, funciona como una fuente con un solo chorro de agua que apunta hacia arriba. El chorro empieza a salir con poca potencia pero cada vez coge más y más fuerza hasta que la presión es insostenible. En ese momento, el flujo de agua cesa, como si alguien cerrase de golpe la llave de paso, pero, al igual que ocurre con una fuente, el agua no desaparece, sino que al bajar se expande en forma de ondas cuyo epicentro es la boca por la cual sale el agua. Le expliqué que lo que me había pasado esa vez es que la fuente se mantuvo mucho tiempo a máxima presión y, por eso, cuando al fin se paró, provocó un tsunami que me dejó exhausta.

“Tienes que escribir sobre esto”, me dijo. ¿Sobre qué?, le pregunté todavía atontada por la intensidad de nuestro encuentro. “Sobre esto que me acabas de explicar, sobre el placer, sobre todo”. Y eso estoy haciendo.

*NOTA DE LA AUTORA: soy consciente de que este uso de femenino y masculino en relación a la genitalidad es completamente tránsfobo, pero estoy hablando de un sentimiento que tenía de niña cuando el mundo, para mí, era totalmente binario. Más adelante, cuando hablo en presente, hablo de «personas con vulva» y uso el término «otres», pues representa la realidad que defiendo y con la que me siento identificada hoy en día. Gracias por la comprensión, querides.