La Línea de Fuego

Carboneras, el alma de la mina

Mujeres de la mina
Carboneras, el alma de la mina

«El alma tengo partía. Nun será l’últimu duelu (El alma tengo partida. No será el último duelo)». Así empieza una de las estrofas de la canción que, durante décadas, han cantado cientos de mineros asturianos al ritmo de las locomotoras o mientras soñaban con encontrar la luz entre el humo. 

La protagonista de esta canción es Santa Bárbara, una mártir cristiana a la que los artilleros y mineros han considerado su patrona. Sin embargo, Bárbara también eran las mujeres que después de un largo día ocupándose de otros asuntos (como la huerta o los animales) tenían que hacer todo lo posible para curar las heridas de sus maridos al llegar de su trabajo. 

El paulatino desarrollo del sector minero vino acompañado por una demanda mayor de mano de obra, junto con la búsqueda de la felicidad que, en muchas ocasiones, se representaba en forma de mujer. Por ello, Bárbara también son las llamadas coloquialmente carboneras, las que durante el día se ensuciaban las manos de carbón y, por la noche, rezaban entre susurros con una única esperanza: resistir. 

La historia de las carboneras es también la historia de nuestras abuelas, nuestras madres, nuestras tías. Ellas eran las llamadas “madre coraje” encargadas de cuidar el lugar que las vio nacer y crecer. Las que “fregaban suelos y nunca se compraban ropa”, como años más tarde cantaría el artista Víctor Manuel. Su historia ha quedado enterrada bajo las cenizas del carbón que nos ha dado calor y vida. Sin embargo, las guardabarreras, pantaloneras, lavanderas, alpargateras, chigreras o enfermeras también merecen un hueco en nuestra memoria.

Cuenta Montserrat Garnacho Escayo en el blog “El valle del Turón” que “en 1883 trabajaban en las minas asturianas de Hulla 616 mujeres, a las que se fueron sumando muchos otros cientos y miles a lo largo del siglo XX. Mujeres cuyo pequeño nombre negro ha ido quedando enterrado por el derrabe de la épica de las gestas mineras masculinas y a quienes apenas si recuerdan hoy -en palabras de A. Camus – las flautas anónimas de nuestro pueblo”. 

Ellas también son las lágrimas contenidas. El qué tal estás o cómo ha ido tu día. La respuesta de siempre, por supuesto y nunca ningún ápice de preocupación por parte de sus compañeros de vida. Las que limpiaban las heridas con su mandil o las que sacaban fuerza desde lo más dentro de su corazón para subsistir, para sobrevivir. Ellas son también el color del vino en las camisas de sus maridos o la sangre en las heridas de sus hijos. 

Fuerza y valentía. Amor por la tierra y por los suyos. Las que siempre estaban dispuestas a querer, a cuidar a enseñar e incluso a sufrir por salvar a los suyos. Sea cuando sea y donde sea. En las cuencas mineras hay vida más allá de la mina. Hay naturaleza, hay amor, hay esperanza y ellas son la clara ejemplificación de ello: del poder de la resiliencia. 

Bárbara es el espíritu de lucha que en octubre de 1934 llevó a miles de mineros a hacerse con el control de las cuencas en medio de una huelga general que marcó un precedente a la Guerra Civil que, años más tarde, dividiría nuestro país. Más de medio siglo después, este espíritu apareció de nuevo más fuerte que nunca cuando estas mujeres se negaron a abandonar sus raíces más negras y formaron una columna junto a su familia para llegar hasta la Puerta del Sol y exigir sus derechos, esos que durante siglos les fueron arrebatados. 

El carbón, el oro de las cuencas mineras del denominado paraíso asturiano ha convertido estos lugares y a las personas que habitan en ellos en la argamasa más real de lo industrial y lo rural. En la mezcla entre vida y muerte. Bárbara es el humo de la mina con el mensaje de “de esta saldremos, compañeras”. Las que trabajaron en la mina y las que la sufrieron. Bárbara somos todas.