La Línea de Fuego

Cinema Paradiso, el derecho a la cultura en los pueblos

Salvatore era el hijo travieso e inteligente de una viuda de guerra. En el pueblo lo llamaban Toto y todo el mundo lo recordaba por el amor que tenía a las películas en el cine local Cinema Paradiso y por su relación paternal con Alfredo, el que manejaba el proyector. Una tarde, Alfredo mantuvo durante horas Los bomberos de Viggiú en la pantalla para que las personas con menos recursos no se quedaran sin ver la película. Sin embargo, aquel día, acabó lamentado que “el progreso siempre llega tarde” y nunca más pudo volver a ver una película. Todo el mundo recuerda con cariño la proyección de Giuseppe Tornatore. Nos enseñó de amores amargos, de relaciones de amistad, de ternura y cariño por los cines del pueblo. Aquellos espacios que nos ayudan a construir comunidad.

Cinema Paradiso no triunfó cuando se estrenó, tuvieron que pasar los años para que estuviese incluida en los clásicos. Sin embargo, desde el primer día que la vi me sirvió para tirar de carrete y recordar cuando quise ser como Toto.

Cuando comencé a caminar empecé a acompañar a mi madre al cine. No es que fuera la meca de un cinéfilo pero era el único que había en el noroccidente asturiano por aquella época. Todos nos agolpábamos por ver las últimas películas, igual que en aquel cine local italiano. Nos daba igual repetirlas una y otra vez. Para todos aquellos que no teníamos la posibilidad de salir del pueblo, la pantalla del cine era una suerte, una sábana santa. Allí vimos por nuestra cuenta el ‘Jorobado de Notre Dame’ y “las monjas” nos llevaron de excursión a ver ‘Bichos’. Bajo aquel techo algunas fueron princesas y otros furtivos. Nos teletransportamos a un mundo imaginario y de ficción o vivimos en nuestra piel historias del pasado. Antes de salir por la noche a los bares de la zona, fuimos a ver ‘American Pie’ o ‘Scary Movie’.

La última que pillamos fue ‘8 millas’. La verdad es que nos valía cualquier cosa, tan solo eramos unos cuantos encerrados en el mismo espacio compartiendo las vidas de otro. Compartimos a la vez el silencio, las risas y el miedo. No importaba ni edad ni condición. Fueron secuencias que quedaron grabadas para siempre en nuestras retinas y de ahí surgieron millones de anécdotas entre el patio de butacas y el gallinero. 

Con un verdadero aspecto descuidado, un día se cerraron las puertas que fueron fuente de creatividad artística y diversión. La gente del pueblo que podía se empezó a acostumbrar a ir a las grandes ciudades, donde los cines estaban incrustados en centros comerciales abarrotados. Mi madre tuvo que aguantar en mi casa a “los nenos y a las nenas” viendo películas en mi habitación bajadas de internet. Éramos veinte en 12 metros cuadrados. También esperábamos al verano, que nos ofrecía alguna proyección en la plaza del ayuntamiento y si no se producía ninguna de las suertes, montábamos nuestras propias películas tirando de la cinta de la memoria. 

En los 90, el cine seguía siendo un espacio común al mismo tiempo que se popularizaron las cintas VHS que podíamos ver en nuestras casas, no sin antes pasar por el videoclub, un lugar que también nos enseñó que no todo en la vida es inmediato.

Hace unos meses leí en el El País un artículo que puso en valor el gran aprendizaje dentro de esos pequeños espacios: “encontrar la película que buscas y que no se la hubiera llevado otro era una de las grandes recompensas de llegar en el momento oportuno, que eso de mayor te pasa con el trabajo, con la pareja o con las plazas de parking y también hace ilusión”. Sin embargo, todo parecía tener una sentencia de muerte, como en otros tantos lugares, marcado al mismo tiempo por la mudanza involuntaria de muchos ante la falta de oportunidades. 

La invasión de la lógica neoliberal

Siguiendo los pasos de la lógica neoliberal, el cine cerró porque dejó de “dar dinero” y pasó a ser un privilegio para aquellos que poseían un coche y tenían el tiempo y dinero suficiente para ir a la ciudad a ver una película. Se desmanteló el cine y con en él, el modelo de cultura que teníamos. Se desmanteló el espacio y la forma de pueblo que era tan nuestra y el ocio se comenzó a limitar exclusivamente al bar o a la terraza. Una de las formas de vida que precisamente ahora, en plenos rebrotes, está dejando a la luz el modelo de país que hemos creado. 

Las nuevas plataformas audiovisuales nos muestran algunas producciones que de no ser por ellas, no podríamos acceder. Sin embargo, el desmantelamiento de nuestros derechos culturales, de proximidad y cercanía no solo está dejando el empobrecimiento educativo ante la ausencia de ese mismo derecho y una forma de vivir en los pueblos. También deja entrever el individualismo de ese modelo neoliberal que ayuda a llevar a los cines a los grandes centros comerciales y que se hace accesible solo para unos pocos. Es probable que esta conjunción, tarde o temprano suponga una sentencia de muerte. Sin embargo, ahora que todo parece estar en tela de juicio, podemos contraatacar. 

Las instituciones deben apostar por los espacios públicos que defienden un modelo de pueblo, que alimentan la cultura, el encuentro y el entretenimiento más allá de convertir la calle de todos y todas en una gran terraza para el consumo. Debemos apostar por abrir el debate sobre que modelo de pueblo, villa o ciudad queremos y que es los que deseamos que nos enriquezca.

Mantener un cine abierto en un pueblo es pura heroicidad. Cuando se cierra un espacio cultural o un negocio tradicional, ahora la gente suele lamentarse en redes sociales, posiblemente con mucha razón. Pero antes del lamento la solución es sencilla: gastar dinero en los sitios que no queremos que se pierdan en nuestro pueblo, luchar por los recursos públicos y por todo aquello que podemos poner en común. El progreso siempre llega tarde, pero a veces, suele hacerse volviendo por el camino desandado.