La Línea de Fuego

El oficio de la literatura, o ser Muñoz Molina

Escribir empieza siendo casi siempre un sueño, o un capricho, o una vocación imaginaria; pero el sueño, el deseo, el capricho, no llegan a cuajar en nada si no se convierten en un oficio. Cualquier oficio requiere una inclinación poderosa y un largo aprendizaje.

Antonio Muñoz Molina

 

Me encontré con él por casualidad, me imagino que como empiezan las mejores historias. Por supuesto, había oído hablar de él, como todo español (y de un tiempo a esta parte cada vez más extranjeros) con un mínimo de cultura literaria, pero no había leído nada suyo, ni siquiera una entrevista, y no tenía una imagen clara de su aspecto. Era un nombre más del panorama literario, que resonaba en mi cabeza como tantos otros, con un vago «tengo que leerlo, a ver si…» nunca acometido. Pero resulta que en la biblioteca de mi pueblo todos los veranos se hace un mercadillo de intercambio, y ahí que fui, como ávida lectora que soy, a ver qué tesorillos podía encontrar a cambio de un par de libros que habían pasado sin pena ni gloria tanto por mi estantería como por mi imaginario.

Lo vi allí: Plenilunio, una edición de bolsillo no muy estropeada, y (sinceridad ante todo), como no había nada que me convenciese más, me lo llevé a casa. Lo empecé un poco por pasar el rato (¿no se han dado cuenta de que así es como se empiezan los mejores libros?) y no pude parar de leerlo. Me lo llevaba al baño, a la cama, a desayunar… En principio, el argumento linda con la novela policíaca, algo que no es precisamente mi fuerte, pero la psicología de los dos protagonistas, el detective y el culpable (como creo que sólo puede hacer un escritor que ante todo observa y escucha) y las descripciones tan precisas (como creo que sólo puede hacer un escritor crecido entre campos) de un paisaje que poco después, quiso la casualidad, visité, me atraparon irremediablemente.

Esa Mágina que ya había sido escena de una historia de seres humanos encontrados y vueltos a encontrar como es Beatus Ille me envolvió como sólo me ha pasado con el Macondo de García Márquez. Hablo de Antonio Muñoz Molina, que nace en Úbeda (la Mágina de sus historias, a la que no cambia los nombres de calles y plazas), en 1956, hijo de un campesino y un ama de casa, a los que menciona cada vez que puede. Con 18 años se traslada a estudiar Periodismo a Madrid, pero en verano del primer año ya está de vuelta en Andalucía, en concreto Granada, donde se especializa en Historia del Arte. En Granada comienza a escribir los primeros artículos y novelas, y en ella se queda muchos años, trabajando también de gestor cultural, labor que luego desempeñará también en el Instituto Cervantes en Nueva York. . Su primera novela como tal, Beatus Ille, una de mis favoritas en lo que llevamos de año (de estas historias que dejan poso y te van gustando más conforme más tiempo pasa desde que la acabaste), le encumbró como una de las jóvenes voces prometedoras de la literatura española. Después vendrían El invierno en Lisboa, Beltenebros, El jinete polaco…, la entrada en la RAE en 1995, y posteriormente su experiencia en Nueva York, que ha documentado desde las páginas del diario El País.

La suya no es una historia de un boom repentino, sino de una carrera de fondo, mucho trabajo, humildad y una pasión irrefrenable por la cultura. Lo demuestran sus novelas, repletas de referencias al jazz, al cine o al arte, pero también sus artículos en la prensa y su blog personal, que hasta hace poco mantenía en activo. Ha sido objeto de varias polémicas (una con Almudena Grandes, alguna por decir que el puesto en el Instituto Cervantes estaba mal pagado…) y, como decía en una entrevista a Jot Down en 2011 (que merece una buena lectura), «personas como yo hemos conseguido una cosa perfecta y es que te odian en ambos sentidos» (refiriéndose a la izquierda y la derecha españolas). Quizá por eso paró la actividad de su blog, harto de continuas diatribas sin sentido.

La crítica suele decir que su literatura es heredera de Galdós, pero él, lector sesudo y voraz como parece ser, suele hablar más de Faulkner, de James Joyce o de Borges. Sus personajes están dibujados con pincel, no con precisión, sino con los borrones que caracterizan a la naturaleza humana; nunca son buenos ni malos, erran, se enamoran, andan a vaivenes por la vida. Decía el otro día en una charla en el Círculo de Bellas Artes que el escritor necesita ante todo conexión con el mundo real: «Al escuchar se aprenden historias, al mirar a la gente se aprenden historias; al escuchar el habla de las personas se aprende algo fundamental en la literatura: el fluir», afirmaba. Sus historias son historias de personajes, aunque la acción nunca los desmerece, casi siempre cubierta por una cierta pátina de cine negro, de misterios, de historias veladas, de seres humanos casi palpables a los que deja respirar a través de lo que no nos cuenta.

Despierta pasiones y odios (muchos le llaman aburrido) casi a partes iguales y de un tiempo a esta parte ya es un referente de la literatura nacional. Me di cuenta de eso cuando una amiga alemana me dijo que se acababa de comprar (en alemán) En ausencia de Blanca. Para mí es ya un clásico, alguien a quien se estudiará en un futuro en los colegios (si se sigue estudiando eso que llamamos Literatura).