La Línea de Fuego

De miedos y angustias

Hace unas semanas, mi amiga y compañera de trinchera Belén Diego escribía sobre la depresión, a la que calificaba como el mal de nuestra generación. Ella hablaba desde la perspectiva que da el estar al lado de quien padece esta peste del siglo XXI, ya sea familia, amigos, compañeros de trabajo… Yo soy una de esas. De las que no están al lado, sino dentro. Porque, seamos sinceros, la depresión no está dentro de ti. Tú estás dentro de ella. Y hay muchos estigmas alrededor de esta enfermedad (de la salud mental, en general) que deberíamos preocuparnos por borrar.

Esta misma semana, estando en la sala de espera de la consulta de mi psiquiatra, asignada por la Seguridad Social (me niego que a estas alturas de la película se trate un problema como éste tan sólo por la sanidad privada), mi vista alcanzó un folleto sobre la depresión, que se puede encontrar en los centros sanitarios de la Comunidad de Madrid y el Servicio Madrileño de Salud. «¡No estás solo!», reza el titular. «Aunque sientas tristeza, desesperanza, culpabilidad, cansancio, apatía. Si tienes estos síntomas de manera continuada y limitan tu vida diaria, puedes estar sufriendo una depresión. Pide ayuda y consulta a tu médico», dice la portada del folleto, que se acompaña de la foto de varias manos de distintas índoles unas sobre otras.

«Qué idílico todo» es mi primer pensamiento. Para mí tuvieron que pasar años hasta que se detonó algo en mi cabeza que me hizo pedir ayuda. E incluso una vez que el detonante estalló, he estado meses (todavía hay días que me lo planteo) pensando que no servía para nada el esfuerzo que estaba haciendo por alejar las cosas que me estaban llevando a la espiral de autodestrucción en la que me encontraba.

Abro el folleto y leo. «La depresión es una enfermedad y como tal debe ser diagnosticada y su tratamiento indicado por profesionales». Hasta ahí, estamos de acuerdo. Aunque sigamos manteniendo esta enfermedad con cierto tabú. Según el folleto, la Organización Mundial de la Salud prevé que en el año 2020 la depresión pase a convertirse en la segunda causa de discapacidad o muerte prematura, después de las enfermedades cardiovasculares.

Hasta aquí, también todo claro. El problema llega cuando te enteras de que las personas que sufren depresión presentan un riesgo suicida superior al de la población general, siendo este problema el responsable de casi un millón de muertes anuales en el mundo. En concreto, en España, es la primera causa de muerte no natural. Incluso por encima de los accidentes de tráfico. ¿Cuántas campañas podemos ver a diario en los medios de comunicación, en las marquesinas de los autobuses o en las carreteras para concienciar del problema de las muertes por accidentes de tráfico? ¿Cuántas vemos para concienciar sobre las muertes por depresión?

Exacto.

En torno a esta enfermedad circula un tabú del que no somos capaces de desprendernos. Para alguien cuyo único motivo para vivir es encontrar una manera de dejar de hacerlo, cuando se atreve a, por fin, hablar del problema, es lo más normal dar con reacciones tales como «es que te estás dejando», «esto se supera con voluntad, pero solo puedes hacerlo tú» o «date tiempo y se pasará».

Entonces te callas. Te callas y asumes que el problema es tuyo y quien tiene que salir del agujero, de esa espiral que te empuja hasta el vacío, eres tú. Que el pie que te pisa para que no te puedas levantar es el tuyo propio. Que nadie te va a ayudar si no te ayudas tú primero. Pero resulta que no eres tú sola. Que los dos hemisferios de tu cerebro están en una lucha continua por aplastarse el uno al otro y tú asistes a esa guerra como mero espectador al que, de vez en cuando, le salpica un poco de sangre y mucha metralla y quedas incapacitado. A veces solo es un rato. Otras veces, la incapacidad dura horas e incluso días.

El vacío va de dentro hacia fuera. Nunca al contrario.

Nace en forma de humo, de líquido y corre por las venas y por el estómago. Al principio pasa desapercibido pero poco a poco se va instalando en un temblor en las entrañas que llega hasta los dedos y de ahí sube a la cabeza. Invade la garganta y tapona el sabor, el olor y la vista. Echa raíces entre la materia gris y el cráneo.

Entonces ya nadie lo puede parar.

Rompe el caparazón y sale en estado sólido. Es el momento en que todo cruje y empieza a agrietar los cimientos de los edificios y el asfalto. Se come los árboles y el sol y deja regueros de cadáveres detrás.

Sin que nadie pueda verlos.

Sin que nadie pueda evitarlo.»

(vidasenpapel.wordpress.com)

En mi caso con concreto, nunca he querido admitir que estaba mal. No tenía motivos aparentes para estarlo. Tenía una vida aparentemente perfecta: una carrera universitaria que me llevó a un oficio que adoro, un trabajo estable, una familia que me quiere, unos amigos que me valoran… Pero también tenía (y tengo) una venda que me ciega cuando menos me lo espero, que me amordaza y me priva de mis sentidos. Tengo una sombra dentro que hace que mi propio reflejo en el espejo me escupa cada vez que, sin querer, me cruzo con él.

En mi caso concreto, normalmente no dejo ver que hay algo que me está corroyendo las entrañas por dentro y no puedo pararlo. En mi caso concreto, todo ese miedo y toda esa angustia ante la parálisis y el nulo control que tengo de ella se manifiesta a través de la irritación de la piel. Por todo el cuerpo. Ronchas, rojeces, piel seca y escamada, un picor irresistible que se traduce en arañazos mientras duermo, en una especie de placer que siento cuando la sangre brota de la herida. Como si la tensión de la cabeza pudiese salir con ella.

En mi caso concreto, otras veces, se canaliza escribiendo. Porque es lo único que sé hacer, creo. Y no implica daño para nadie. Ya lo dije alguna vez, pero yo no escribo para que me tiren rosas. Escribo para quitarme las espinas. Para verter los miedos, las angustias y los fantasmas en un papel. Es mi terapia a falta de que alguien dé con una más efectiva. Mi manera de enfrentarme a mi reflejo y, por un rato, ser yo la que le escupa.

Hace tres meses que ese algo acabó por estallar. Me sentía sola, borracha y perdida en una fiesta en la que todos bailaban y a la que a mí nadie me había invitado. Una fiesta que yo contemplaba desde un rincón, con mi copa de ron cola en la mano como única compañía. Y yo nunca me daba cuenta, pero a mi alrededor había una cúpula de cristal que me impedía salir al mundo exterior.

Fue entonces cuando, gracias a familiares y amigos que consiguieron que esa cúpula se rompiese, empecé mi camino hacia lo que llaman «recuperación». Fui a mi médico de cabecera, que me asignó un psiquiatra para tratar mi problema y pastillas para controlar mi ansiedad hasta que el psiquiatra, un mes después de ese día, tuviese hueco para atenderme. Tras la consulta del psiquiatra, pastillas con receta. Drogas legales. Un Prozac por las mañanas, dos ansiolíticos por las noches. Para contrarrestar.

Al principio, la pregunta «¿qué estás haciendo?» me invadía cada noche, junto a los efectos secundarios de las pastillas. Mareos. Una sensación de cansancio continuada que, aunque se iba diluyendo, nunca acababa por irse. Hasta que se fue. Y detrás de ella vino una extraña euforia que nunca había experimentado. El sentimiento de poder hacer todo lo que quisiera sin que me importasen las consecuencias. Pero el problema, aunque bloqueado y camuflado, seguía (sigue) ahí.

Después de leer el folleto, ya en la consulta con mi psiquiatra, tras decirme que los próximos dos meses mi medicación sería el doble de la que tomaba hasta el momento, le dije que quería un psicólogo. Una terapia complementaria. Ante su negativa, mi desconcierto no ha hecho más que ir en aumento.

En mi opinión, la de alguien que no acude como espectador, sino como protagonista mal parado de esta enfermedad, ahí es donde radica de verdad el problema. Las pastillas, la medicación en general, pueden funcionar como parche temporal, como un subido de la serotonina que tu cuerpo no produce de forma natural, pero hay un problema que no se está tratando de raíz. Un problema, fundamentalmente, de comunicación.

Ante una enfermedad que hace que te sientas solo -insisto, aunque no lo estés. Esa venda en los ojos y esa cúpula de cristal, la parálisis que viene con la tormenta, no te dejan ver nada-, desamparado y sin fuerzas para afrontar otro día más de lo que consideras un sufrimiento, se me antoja que el sistema sanitario es ineficaz. Una consulta cada dos o tres meses. Recetas. Muchas recetas. Y nada más.

«La mejor terapia es que sigas con tu vida» no me parece un diagnóstico demasiado esclarecedor. Porque no consiste en seguir con mi (nuestras) vidas. Consiste en mejorarla.