La Línea de Fuego

Necesitamos salvarnos de nosotros mismos

Kapuscinsky dijo que el sentido de la vida es cruzar fronteras. Nunca me ha gustado contradecir a los grandes, y menos a los reporteros de guerra. Así que no voy a hacerlo. Pero me veo en la obligación de apuntar que existen varios tipos de fronteras. Están aquellas que cruzas simplemente con un billete de tren, uno de bus, incluso uno de metro. Un billete de avión para el que llevas años ahorrando. O incluso llega de forma inesperada. Y subes a ese metro, a ese bus, a ese tren, a ese avión, con la certeza incierta de no saber lo que te espera al otro lado.

Luego están los otros billetes. Esos que no se sacan en ninguna taquilla. Con los que no necesitas un pasaporte en regla, ni la vacuna de la malaria, ni siquiera maleta o dinero. O no demasiado. Sabina dijo que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Pero eso, como ya he dicho otras veces, es porque se le olvidó matizar que nunca deberías irte. Pero hoy no quiero hablar de sitios felices. Quiero hablar de sitios necesarios. De aquellos países extranjeros a los que se refería Kerouac cuando aludía a la vida y, de paso, reivindicar los sentimientos que nos asaltan cada vez que llegamos a ellos.

Aquí hablo desde la (poca) experiencia que me han conferido mis escasos veinticuatro años de vida. Veinticuatro. Una nimiedad. Pero que da para experimentar. Aunque no todo lo que me hubiese gustado. Debo confesar que, por unas cosas o por otras -dinero, cobardía, comodidad, miedo- he viajado menos de lo que me gustaría, y peor. Que en el último año he visto unos cuantos aeropuertos, pero nada más.

Pero los aeropuertos que más he visto son los que señalizan el hemisferio derecho de mi cabeza, con luces parpadeantes, la pista de aterrizaje de un obús que pide anidar en las entrañas. Es entonces cuando una tormenta neuronal le impide el camino de regreso y es entonces también cuando los pasajeros de ese obús deciden campar a sus anchas por el aeropuerto que todos tenemos dentro.

Que si hacen fiesta de la espuma en las cuencas de los ojos, tiran basura por la garganta, la amontonan en la boca del estómago, y al final lo único que te dejan hacer es temblar hasta que se van. Hasta las próximas vacaciones, dice una azafata. Pero para mí las vacaciones empiezan ahí.

El personal de mantenimiento se dispone a recoger los restos de la fragata. A veces tardan más. A veces menos. Siempre rezo -yo, que me he confesado atea de toda la vida- porque todos los turistas hayan podido coger el vuelo de vuelta a donde sea que vengan. Que no haya ningún Tom Hanks atrapado en la Terminal y yo tenga que estar aguantando sus idas y venidas hasta que las autoridades del hemisferio derecho decidan que puede irse con el siguiente vuelo.

Pero a veces la cuestión no está en esperar a que vuelvan esos turistas que dejan tu cabeza, sino en cerrar el hotel. Echar a los huéspedes, aunque sea antes de tiempo, echarles y decirles que en una temporada no va a ser posible que vuelvan. Fumigar. Quemar los muebles carcomidos, tirar tabiques, tapiar romper los cristales de las ventanas llenas de telarañas. Derruirlo todo.

Y luego márchate y no mires atrás. No lleves nada. Casi ni lo imprescindible. Antoine de Saint Exupéry, autor de El Principito, dijo que aquel que quiere viajar feliz, debe viajar ligero. Pero lleva libros. Nada más allá de la realidad. Deshacerse de todo nunca fue tan doloroso a la par que satisfactorio.

En el camino que emprendas, no traces una ruta. Conduce de noche. Duerme de día. A menudo la luna da más respuestas que el sol. Viaja por carreteras secundarias. Piérdete. De nada nos sirve creer que nos hemos encontrado si nunca nos hemos perdido de verdad. Y algún día, encontrarás algún desvío hacia un motel de carretera desvencijado que dejaste atrás, con las ventanas rotas llenas de telarañas, las cenizas de lo que un día fue una sala de reuniones, los restos de un gin tonic a medias de preparar, las señales que vaticinaban el desastre.

Entonces, por uno de esos vidrios sucios y rotos entrará algo parecido a un rayo de luz, una casualidad, quizás, y no te quedará más remedio que ponerte manos a la obra y rehacerlo todo. Será distinto. Nuevo. Habrá algo que te recuerde a lo que había antes. Fuera de ese sitio todo será igual. La misma gente, las mismas calles. Los mismos fantasmas. Pero ya no te asustarán. A veces sólo se trata de salvarnos de nosotros mismos.

 “No hay nada como volver a un lugar que no ha cambiado, para darte cuenta de cuanto has cambiado tú” (Nelson Mandela).