La Línea de Fuego

La noche en que nació el moderno Prometeo

Villa Diodati. Suiza. 16 de junio de 1818.

Dicen que este es el año sin verano. El frío y la tormenta acechan sin parar y los rumores del cercano lago Lemán llegan a la casa. George ha decidido que tras abandonar Inglaterra por las acusaciones que se hacen de él -ninguna infundada: relaciones incestuosas, sodomía y poemas antipatrióticos- y haberse visto obligado al ostracismo, lo mejor es emprender un viaje por Europa. La primera parada ha sido Waterloo, atestada de turistas. Quién diría que hace un año la Séptima Coalición y los franceses se disputaban aquel pedazo de tierra y que, poco tiempo después, Napoleón se rendiría y todo volvería a ser como antes. Después de Waterloo, George ha decidido alquilar Villa Diodati para pasar un tiempo.

George siempre ha sido un tanto enfermizo, así que le acompaña su médico personal, John William Polidori. Ser el sexto barón Byron no exime a uno de los males. Es fuerte, pero el frío no le hace bien a sus huesos frágiles. Byron también ha invitado al matrimonio Shelley, Percy y Mary, que han venido acompañados de Claire Clairmont, la hermanastra de Mary. La chica, que sólo tiene dieciocho años, les ha acompañado desde que se fugasen de Inglaterra para poder vivir su amor. Byron no esperaba que Clare también viniese con ellos. La conoce de antes. Alguna que otra noche compartida en Londres. La ve como una niña ingenua, un tanto demoníaca, obsesionada en una vida con él. Sin embargo, no le queda otra opción que aceptarla.

La noche cae. La lluvia azota los ventanales.

-Está siendo un verano muy poco amable – se lamenta Mary. La tormenta, que no tiene intención de amainar, les obligará a estar encerrados en la casa durante días. Para solventar un poco el frío, encienden la chimenea de la sala y, poco a poco, van entrando en calor.

Los cinco se sientan en el amplio salón. La luz de los rayos de vez en cuando sobreilumina la estancia. Clairmont examina exhaustivamente a Byron desde la oscuridad. Suspira, complacida, mientras se acaricia el vientre. Nadie sabe, ni sospecha, que dentro de ella está creciendo el fruto de alguna de esas noches compartidas. Salvo ella. El sonido de un trueno retumba en los cristales y Percy Shelley, ensimismado en sí mismo, parece despertar de su letargo.

-¿Habéis leído a Erasmus Darwin¹?

-¿El médico que escribió Zoonomía? – pregunta Polidori-. Dice que todos los animales provienen de uno mismo surgido del mar y que a partir de este fueron evolucionando, asegurando especies más fuertes y prolongadas. Hasta escribió un poema sobre ello… Lo publicó bajo el título ‘Templo de la Naturaleza’² o algo así…

-No, no. Yo me refiero a sus experimentos sobre galvanismo – interrumpe Shelley -. Dicen que mediante la electricidad se puede reanimar a un muerto.

-Ah, sí. Hace unos años empezaron a realizarse experimentos. En teoría, el cerebro produce un fluido nervioso que, almacenado en los músculos y conducido por los nervios, puede no sólo sanar enfermedades que provocan parálisis, si no devolverle la vida a un cadáver.

Otro trueno hace callar al médico. Clairmont retuerce la cara en una mueca y dirige una mirada un tanto aterrada a su hermana.

-John – le llama Byron-, ya que estamos hablando de revivir cadáveres, ¿por qué no leemos algunas de las historias de ese libro que has traído? ¿Phantasmagoriana se llama?

Polidori se acerca hasta una mesa donde antes había dejado reposando el tomo de leyendas alemanas sobre fantasmas, redactado en francés, y se lo tiende al barón. Abre una de las leyendas al azar. «La cabeza de la muerte», lee. La voz grave de Byron inunda la estancia acompañada del golpear de las gotas de lluvia contra los cristales de las ventanas y el crepitar del fuego. De nuevo, otro rayo se parte el cielo en dos.

-Tengo una idea – dice mientras cierra el libro de Polidori -. ¿Por qué no  escribimos cada uno nuestra propia historia de terror? La noche presta a ello…

Todos se miran un tanto intranquilos hasta que Shelley se levanta y consigue papel y tinta para cada uno. Los reparte y a los sonidos propios de la naturaleza y la casa, se suma el rasgar de la pluma entintada contra el papel. Pasan las horas y todos siguen absortos en el papel en blanco, recortadas sus figuras por la luminosidad de las llamas de la chimenea que caldea el ambiente.

Clairmont deja miradas sobre sus compañeros, sabiendo que sus dotes literarias no llegan a las de ellos. El médico Polidori resopla, presa de un bloqueo en la narración de su relato sobre Aubrey, un joven que conoce a Lord Ruthven, un misterioso hombre al que acompaña por sus viajes en Europa.

George y Mary se distraen con el sonido un momento y levantan la cabeza del papel. Miran a Polidori y sonríen. «Pobre Polidori», musita Byron. La escritora ríe entre dientes y ambos se dirigen una mirada de complicidad. Hace tiempo que el médico quiere, sin demasiado éxito, abrirse camino entre los literatos.

Entrada ya la madrugada, todos dejan reposar la tinta. En sus papeles en blanco han quedado escritos cuatro relatos que marcarán un antes y un después en la historia de la Literatura en general y en la de la Literatura de terror en particular. De la pluma de Byron nace el cuento ‘El entierro’ y de la de Percy Shelley, ‘Los asesinos’.

Aunque son los dos literatos más conocidos del grupo, estos dos cuentos no pasarán a la historia como sus mejores obras, ni como las mejores de la noche. Byron, curioso, pregunta qué han escrito sus otros compañeros.

-Mi cuento se llama ‘El Vampiro-, anuncia el médico, sin saber que de ahí surgirá ese ideal del vampiro romántico que después servirá de base a Bram Stoker, entre otros muchos, y dará lugar a la reafirmación de una de las leyendas mitológicas más recurrentes de la Literatura de terror y otros géneros -.

«Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en Londres. Apareció en diversas fiestas de los personajes más importantes de la vida nocturna y diurna de la capital inglesa, un noble, más notable por sus peculiaridades que por su rango», comienza a leer Polidori. La historia se parece, sospechosamente, a la de Byron. No sólo la que ha escrito en el papel, si no la que lleva a cabo en su día a día. Los invitados se miran entre sí, un tanto ensimismados, sin distinguir demasiado bien entre la realidad y la ficción. Al final, deciden correr un velo entre las coincidencias.

-Mary, querida, ¿qué dice tu historia?- interviene Percy, un poco para olvidarse de lo que acaban de escuchar.

La señora Shelley empieza a leer su cuento. ‘El sueño’. «En un enorme y fortificado castillo, construido en una empinada escarpa dominando el Loira, no lejos de la ciudad de Nantes, moraba la última de su raza y heredera de su fortuna, la joven y hermosa condesa de Villeneuve».

-Creo que es una idea que debo desarrollar -añade Mary cuando acaba de leer su relato-. Después de lo hablado esta noche, veo necesario escribir sobre esos experimentos de galvanismo. Estamos dejando en manos de la ciencia un poder que se compara al de Dios. Competimos con la vida y con la muerte. ¿Hasta qué punto podemos? Es como aquel que desafió a los Dioses del Olimpo robándoles el fuego para dárselo a los hombres. De entonces sabemos que el castigo de Zeus fue condenarle a que un águila se comiese su hígado, que se restauraría cada día para volver a repetirse… Y así para siempre…

-Pero es sólo un mito, Mary -interrumpe el médico.

-¡Pobre Polidori! -exclama ella -. Pero, ¿cómo dictaminamos las reglas del juego? ¿Qué sería de ese ser devuelto a la vida? ¿Qué sentimientos albergaría?

Esa noche, después de las historias de terror, los sueños de Mary se inundaron de cadáveres, impulsos eléctricos, un joven Víctor Frankenstein obsesionado con la idea de crear una criatura cosiendo pedazos de estos cadáveres y darle vida. Dos años después de aquella noche, haría su aparición en la Literatura, imbuido de una fuerza sobrehumana que sólo dan los sueños (aunque sean de terror) aquel moderno Prometeo, la creación del doctor Frankenstein, que Mary Shelley ideó entre las tormentas en la Villa Diodoti.

FrankensteinDraft

Manuscrito original del cuento de Mary Shelley.


¹ Erasmus Darwin, médico, naturalista, fisiólogo, filósofo y poeta británico. Abuelo de Charles Darwin, fue uno de los pioneros defensores del evolucionismo.

² «La vida orgánica bajo las olas lejos de las costas,
nació y creció en las cavernas perladas del océano.
Las primeras formas diminutas, no vistas por lentes esféricos,
se movían en el lodo, o atravesaban la masa de agua;
a medida que florecen las generaciones sucesivas,
adquieren nuevas fuerzas y extremidades más largas;
donde grupos incontables de vegetación surgen,
y mundos que respiran, de aletas, patas y alas».
De Templo de la Naturaleza (1802)