La Línea de Fuego

Compañeros, algo estamos haciendo mal

El viernes fui reportera por primera vez. Es verdad que siempre he husmeado alrededor de la historia antes de contarla, que siempre me ha gustado acudir al lugar y entrevistar a la persona, porque siempre he necesitado empaparme de realidad antes de escribirla; sin embargo, nunca antes me había plantado frente a la noticia, en el sitio y en el instante, y mucho menos para retransmitírsela con palabras a la redacción de un diario de tirada nacional. Así que sí, el viernes fui reportera por primera vez.

Todo fue muy rápido, así como las catástrofes surgen de la nada. Estaba yo trabajando plácidamente mimetizada con el caos del que nacen los periódicos cuando, de repente, me encontraba manteniendo conversaciones vacías con un taxista de camino a Seseña; en el bolso: cuaderno, bolígrafo y un par de mascarillas de papel.

La congestión de la carretera eternizó el viaje y tuve tiempo para preocuparme: ¿estaría a la altura? Quiero decir, los periodistas cumplimos una función social tan importante que, no sé, tal vez todos los años de estudios y prácticas autoimpuestas no eran suficientes.

Y entonces llegué, tan cerca de la nube de humo como pude —antes tuve que mentir para pasar los controles de seguridad—. No olía a quemado, no se percibía el drama, no se sentía el miedo. Nada. Así que, para poder responder a las expectativas de alguien a quien no pongo cara, me colé en uno de los autobuses dispuestos para el desalojo de los últimos vecinos de El Quiñón. ¿Y sabéis con que me encontré? Con gente harta, cansada y, sobre todo, frustrada. Al momento me sentí juzgada por sus miradas. No querían hablar más, ¿para qué?, si los periodistas no somos más que buitres incansables, mentirosos empedernidos, morbosos sin escrúpulos. Y tuve que disculparme con ellos. Antes de llegar a hacerles ninguna pregunta me sentí culpable por las preguntas que habían tenido que responder ya. Y porque es verdad, tienen razón: los medios mienten.

Me fui a pasear. Sola —dejé que el fotógrafo que me acompañaba se perdiera en busca de una inmortalización digna de aparecer en portada—. Empecé a escribir como siempre lo he hecho, desapareciendo pero estando. Entré a un bar donde todo seguía funcionando con normalidad, pedí una cerveza y escuché atenta. Y me di cuenta: nos odian. La gente ya no cree en el Periodismo, ni tampoco en quienes lo hacemos.

Pero, ¿sabéis qué es lo peor de todo esto? Que les hemos dado motivos para ello. Porque los primeros que nos hemos olvidado de esa función con la que yo soñaba en abarcar mientras sonaba Café Quijano en el taxi de camino a Seseña somos nosotros. Porque en 11 días de trabajo en una redacción “de verdad” he visto incumplidos todos los mandamientos del buen Periodismo. Porque el Periodismo de los medios está dejando de ser objetivo y social, y si el Periodismo deja de ser objetivo y social, ¿qué coño es?

Compañeros, algo estamos haciendo mal. Pero estamos a tiempo. Y por eso escribo esto, porque no quiero que se me olvide, compañeros, que algo estamos haciendo mal.