La Línea de Fuego

Orgullo herido: cuando el ego nos hace apartar la mirada

orgullo herido

A algunas personas les duele el orgullo cuando les señalan su machismo, racismo o lgtbfobia; o se sienten heridos cuando les dicen que son cómplices por mirar a otro lado.

Si eres de los que crees que se exagera o que son casos aislados o que esto no va contigo, te repito lo que dijo hace muy poco mi compañera Belén Diego: “Cariño, el heteropatriarcado eres tú”. 

Y a mí, en vez del orgullo, me duele el Orgullo cuando me entero de que durante este mes han aumentado las agresiones al colectivo LGTB+. Me duele escuchar el miedo en la voz de personas a las que quiero mucho y lo ciegas que están otras personas, a las que también quiero mucho, que no quieren ver que estos actos atroces se gestan desde la infancia. Me duele cuando se banalizan agresiones menores argumentando que es solo una broma o que son cosas de niños.

Me duele la impunidad y la legitimización de los discursos de odio por parte de partidos que están en el Parlamento e incluso están en los gobiernos de algunos de los territorios de este Estado. 

Me duele pensar que soy una privilegiada porque tengo el passing hetero. Porque cuando voy por la calle de la mano con mi novio nadie me insulta o me hipersexualiza por mi orientación sexual. La presunción de heterosexualidad, tan dañina por otra parte, me salva de otras agresiones… y eso también me duele. 

Me duelen el odio y la falta de empatía. Y la maldad: la que asesina a golpes y la que asesina en silencio. Me duele que nos ataquemos unos a otros y nos olvidemos del verdadero enemigo. 

Me duele sentir que vivimos atrapados en un bucle eterno. En una rueda que no para de girar, arrastrando al olvido logros pasados que celebramos ahora como recién conquistados, muriendo en manos de los mismos que reescriben la historia después de cada victoria. 

¿Tú tuviste alguna vez doce años?

Me preguntaron esto en una conversación que tuve el otro día. Y no supe muy bien qué contestar. La verdad es que sí los tuve,  aunque no fueran unos doce años al uso. Tampoco lo fueron mis trece. 

Cuando yo estaba cursando segundo de la ESO, pleno año 2004, se discutía la aprobación de la Ley del Matrimonio Igualitario. En mi colegio, católico y con mayoría de alumnos con padres conservadores, muchos de mis compañeros repetían el discurso que escuchaban en sus casas: «no es natural», «que se hagan pareja de hecho, pero no lo llamen matrimonio», incluso «me da igual que se casen, pero que no adopten, un niño necesita un padre y una madre», obviando de paso, con este comentario, las realidades de todas las familias monoparentales. 

A mis trece me ponía en pie en clase y defendía, con las herramientas discursivas que podía tener a esa edad, el derecho de un colectivo que entonces ni siquiera sospechaba que también pudiera ser el mío. Pero es que mi madre me había enseñado que ante la ley todos deberíamos ser iguales y que cuando un derecho no es para todos, no es derecho, es privilegio. 

Me encuentro ahora con gente cercana que infantiliza a sus hijos adolescentes, amparándose en que «son niños», privándoles de poder participar en debates enriquecedores. Creen protegerlos, con todo su amor, pero solo les están poniendo una venda, y cuando esa venda caiga, el golpe será más fuerte.

Y no sé qué será peor: que en el futuro esos niños puedan ser víctimas de alguna violencia (machista, homófoba, tránsfoba…) o que puedan convertirse en los agresores.

Manos a la cabeza aquí, ojos en blanco. Me llamarán exagerada, me dirán que su niño es bueno, que su hija tiene buen corazón. Y lo triste es que puede ser cierto, pero es que esos niños buenos también pueden convertirse en personas que agreden o en parte de esa mayoría silenciosa que es cómplice de horrendos crímenes. Y esos buenos niños en un pestañeo tendrán dieciocho y podrán votar a esos partidos que tanta gracia les hace ahora y que están en contra de muchos de los derechos humanos básicos.

Madres, padres, adres, tutores… tenéis en vuestras manos el arma más poderosa del mundo: la educación. Podéis convertir a vuestros hijos en elementos disruptivos, en adultos que harán de su mundo un lugar mejor… o podéis seguir mirando a otro lado, pensando que esto no va con vosotros. 

No me malinterpretéis. No digo que lo único válido sean chavales de doce años que tengan un interés tremendo por la política, eso es la excepción y no la regla y además hay que respetar los procesos madurativos de cada niño. Y por eso os voy a hablar de mi hermana.

Elena no era como yo a los doce. Le gustaba más jugar a las Bratz que pensar en «ese rollo de la política», que se le antojaba lejano y complejo. ¿Y eso supuso algún problema cuando se convirtió en adulta? No. Porque mi hermana recibió la misma educación que yo, y si sus referentes le decíamos que no debía decir o hacer tal o cuál cosa porque podía hacer daño a alguien, ella escuchaba, asentía y asimilaba.

A lo mejor alguna cosa no la llegaba a entender del todo, pero entendía lo más importante: que estaba en juego la integridad (física, moral, emocional) de alguien. Y esto sumado a su empatía era más que suficiente para que mi hermana actuara bien y no llamara gordo al que se salía del canon, ni mariquita al niño que no jugaba al fútbol, ni se metiera con el color de piel o la procedencia de nadie.

Tus lágrimas no sirven de nada

No vale de nada llorar con El niño del pijama de rayas si luego permites que tus hijos repitan consignas fascistas porque «no lo entienden, son solo niños». 

No vale de nada que comentes con corazones la foto de tu primo y su novio si luego no le dices a tus hijos que no deben usar la palabra maricón como insulto; explicándoles, de paso, que esa palabra se usa para atacar a los homosexuales, acompañada, muchas veces, con agresiones físicas.

No vale de nada decirle a tu hija que tenga cuidado si no enseñas a tu hijo a no violar, o a no acosar.

No vale de nada si solo seguís viendo la punta del iceberg y cerráis los ojos con fuerza cuando os mostramos todo lo que hay debajo. 

El bucle infinito

Salgo hoy al patio del campamento que coordino y veo a los niños tomando la merienda sentados en un banco, con las piernas bien abiertas, siendo dueños del espacio, mientras las niñas comen de pie. Las animo a reclamar su espacio y solo una lo hace. Las otras prefieren irse a otro banco, aunque esté más alejado, aunque les moleste el sol. 

El otro día hicimos un taller maravilloso en el que los peques se dieron cuenta de que eso de cosas de niños y de niñas es una tontería; pero un par de días después sorprendo a estos mismos niños usando palabras malsonantes, relacionadas con la genitalidad, para molestar a las niñas de su grupo y así intimidarlas. 

Cuando pido voluntarios para hacer un recado siempre son ellas las que se ofrecen. Al final, me harto y digo que hoy solo ellos van a hacer los recados, que es hora de que muevan el culo también. 

Y son buenos chicos. Y les quiero, pero es que el problema no son Pedro o Daniel, el problema es la sociedad y sus largas raíces que todo lo corrompen. 

La educación, nuestra única esperanza

Y para luchar contra esa corrupción, de nuevo, la solución es la educación. Una educación que tenga en cuenta las desigualdades, que luche contra el sistema, reconozca privilegios y repare daños. 

Nuestro mundo es un lugar hostil a la par que maravilloso, pero para algunos es mucho más hostil que para otros. No podemos hacer mucho para mejorar esto si no elegimos conscientemente de qué lado estar. 

Poder permitirse estar al margen, pensar que la política no va contigo o  pasar de todo y tomarse la vida en broma es un privilegio, el mayor de todos quizás. Porque mientras tú te ríes con tus amigos y gritas consignas fascistas «de broma», o llamas maricón a tu colega por perder en un videojuego, otro chaval como tú, al que puede que le guste tanto como a ti el Fortnite, que puede que tenga la misma sudadera que tú y las mismas zapas, o viva en el mismo edificio o tenga las mismas discusiones con sus padres que tú tienes, ese chaval que no eres tú, pero que podría serlo, muere a manos de unos energúmenos homófobos, que no dejan de pegarle al grito de maricón de mierda, no dejan de pegarle incluso cuando sus manos están llenas de sangre, no dejan de pegarle hasta que deja de respirar. 

Sé que la verdad duele, pero mirar a otro lado va a hacer que a alguien le duela mucho más que a ti. Ahora, mira tus manos. ¿Estás seguro de que no están manchadas de sangre?