La Línea de Fuego

Animal de nieve: lirismo y magnetismo en cada página.

“La poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda”. Esta frase atribuida al filósofo griego Simónides de Ceos, origen del tópico horaciano, fue emitida hace unos cuantos siglos, cuando todavía no existía la fotografía ni la novela como género. No sé mucho sobre fotografía, pero cada vez que veo algún trabajo de Dara Scully siento que rezuma lirismo en cada pixel. Con este cambio de formato puedo afirmar que el lirismo es inherente a Dara y que la acompañará allá a donde vaya, sea cual sea el formato que elija para plasmarlo.

Es imposible no hacer un paralelismo entre el trabajo fotográfico de la escritora y su propia novela. Sus fotografías derrochan magnetismo y tienen un poder de atracción comparable al que sentía Narciso al observar su propio reflejo en el agua. Animal de nieve actúa como un portal mágico con el que Dara nos permite dar el salto y cruzar hacia ese otro lado, como el espejo de Alicia o el armario de Narnia. Y yo no puedo más que darle las gracias por ello. Quizás es el momento de hacer una pausa y confesar que soy una enamorada del SXIX y todo trabajo con aires victorianos o neogótico me atrae sin remedio.

Lo primero que notamos al entrar en Animal de nieve es un cambio en la densidad del aire. Una atmósfera pesada nos envuelve, acariciando la piel y metiéndose dentro. Conforme la lectura avanza, esta sensación se hace más patente, llegando a ser en algunos momentos asfixiante. 

Tuve la suerte de leer la novela durante un fin de semana que pasé en una pequeña aldea de la Ribeira Sacra. Disfruté de la lectura entre los constantes paralelismos y contrastes que se daban entre el ambiente que me rodeaba y el recreado por la novela. Los paralelismos aparecieron al verme inmersa en un paisaje salvaje que tenía la misma  fuerza que la naturaleza viva que está presente en toda la obra. Cuando me cruzaba con algún zorro o corzo, o me bañaba en el río, sentía una conexión inmediata con el universo de Dara. Por otra parte, el calor abrasador de ese fin de semana de julio contrastaba vívidamente con el frío perenne del relato, aumentando la sensación de que el libro era un portal a otro mundo, casi idéntico al nuestro, pero diferente.

Prácticamente desde las primeras páginas, leer a Dara es equivalente a lanzarse de cabeza al agua. Al agua de un lago como el de la novela, cuya superficie helada refleja lo más oscuro de nuestro ser. Un lago que es un personaje más, que respira y que extiende su presencia cargada de silencios inquietantes, ejerciendo su poder hipnótico y misterioso sobre el resto de los personajes. Tengo la impresión de que los personajes de Animal de Nieve  sienten con el lago la misma conexión que Anna Karenina con las vías del tren o Rosalía de Castro con el océano. Están unidos por un hilo invisible, ese hilo fino que nos une con la Muerte. Normalmente, cuando estamos bien, no lo percibimos; pero de vez en cuando aparecen destellos de lucidez macabra que nos hacen sentir el tirón del hilo.  

Una de las cosas más maravillosas de la lectura es que nos permite cruzar el espejo. Es una forma estupenda de huir de nuestra vida para refugiarnos en otras realidades. No todos los libros lo consiguen y menos en épocas tumultuosas. 2020 ha sido un año duro para todas y ni siquiera voy a nombrar el por qué. Me ha costado más meterme en los libros de lleno y por eso me siento tan agradecida a aquellos que han conseguido que me sumerja del todo.

Cuando terminé Animal de nieve y tuve que volver a la realidad, lo hice con un regusto agridulce. No quería terminar. Quería olvidarme del tirón del hilo. Quería más Miss Bell, más Frederik, más Angelica… más Dara.