La Línea de Fuego

Ya no me gusta emborracharme

 

Hubo una época de mi vida (como la de casi todos) que salir cada fin de semana y cogerme la cogorza madre enlazando resacas me parecía lo más. El planazo del siglo una vez a la semana. Salir, beber, el rollo de siempre, que cantaba Extremoduro con nuestras voces histriónicas y muy borrachas en algún bar de Malasaña. Y encima lo hacías con tus amigos y siempre pasaba algo memorable aquel día. Siempre quedaba alguna anécdota de la que alguien no se acuerda. ¿Qué más podías pedir?

Luego salías del bar, que por lo general a aquellas horas ya estaba muy sucio (porque la gente es muy guarra, pero cuando tienes 18 años y vas borracho no te das cuenta) y -MIERDA-, no has ido al baño. Así que decidías que tu mejor opción es mear en la calle detrás de un coche antes de que pasase algún poli y te multase.

 

La siguiente parada era un Papizza para que algo de comida absorbiera todo ese alcohol que llevabas en el cuerpo. O quizás en el McDonald’s de Fuencarral, que en el de Montera hay mucha gente, y pillar un par de hamburguesas de un euro para salvarte del coma etílico. Y a ver si así puedes llegar a coger el búho en Cibeles, aunque no sabías si salía mejor ya esperar al metro para irte a tu casa a dormir la mona. Pero bueno, que otro finde redondo, colega.

Mientras devorabas los manjares que te medio sujetaban la resaca al día siguiente, porque todavía eras joven, caías en la cuenta de que habías perdido el bus, así que te tocaba esperar al metro. Abrían y esperabas en el andén, riéndote y gritando con tus amigos mientras gente a tu alrededor que te importa una mierda te mira raro. «Vaya carcas, nosotros nunca vamos a ser así», decía alguien.

Pero el tiempo pasa para todos, incluso para aquellos que no lo cuentan. Y de repente estás al otro lado del andén, con un café para llevar de la única cafetería que has encontrado abierta a las seis de la mañana, porque entras a trabajar a las siete, y miras a ese grupo de jovenzuelos descarriados. Alguno hasta osa llevar una yonkilata para el camino a casa, que no decaiga la fiesta. Y lo único que te sale pensar es «ya no me gusta emborracharme».

Y no es solo porque estés yendo a trabajar un sábado a las 6 de la mañana cuando deberías estar durmiendo la mona. Es que ya cada vez aguantas menos el jaleo, los bares atestados de gente -que encima está borracha y hace el ridículo máximo-, algún que otro vómito que te salpica los zapatos y te cagas en todo porque oye, tu esfuerzo te cuesta ganar el dinero para comprártelos. Y encima mañana vas a tener lavarlos. Ese ambiente en que nadie es consciente de nada y hace estupideces y luego le echa la culpa al alcohol. Como si no hubieses sido tú quien se ha bebido cinco copas y se ha apuntado a todas las rondas de chupitos.

Ahora, con tu café para llevar y tu cara de mal despertar -que no de resaca- tienes que reprimir las ganas de coger al que se está riendo de las arcadas de su amigo en pleno andén del metro y decirle que estar borracho no es motivo de orgullo. Y que se lleve a su amigo a casa y dejen de dar el numerito en el metro, que no son horas y no tenemos el chichi pa farolillos. Pero te callas porque hace no demasiados años tú o alguno de tus amigos erais quienes estabais dando el cante por ahí.

Te pones a pensar y resulta que cada vez aprecias más esos pequeños momentos con tus amigos en un bar tranquilito donde puedas hablar y quejarte de la vida un poco, sin remordimientos. Tomarte tu vermú, tu vinito en la comida y el carajillo de después. Y que si se tercia te tomas hasta una copilla a media tarde y reenganchas con la cerveza de la cena y luego otra copa. Eso lo sigues haciendo. Pero ya es otra cosa. Emborracharse a muerte dejó de tener sentido cuando empezó a no ser rentable lo bien que te lo pasabas por la noche para lo mal que te levantas al día siguiente. Mi madre siempre dice que hay una edad para cada cosa. Y cuánta razón tiene mi madre.