La Línea de Fuego

La mala educación no es una película de Almodóvar

Trabajo ahora (porque una tiene que trabajar para pagar alquileres, gastos y demás; y no nos vamos a engañar, esto del Periodismo no da ni para empezar) en una tienda de ropa de esas de la Gran Vía. Cuatro plantas de ropa a precios de escándalo que abre casi todos los días del año en horario ininterrumpido desde las nueve y media de la mañana hasta pasadas las diez de la noche. No es que hagamos todas esas horas de trabajos, obviamente, y no vengo a hablar hoy de las condiciones laborales de la tienda (que, dentro de lo que cabe, están bastante bien, la verdad sea dicha), sino de todos esos transeúntes que se pasan horas revolviendo ropa y tratando a los empleados regular.

Pónganse en situación: has entrado a las siete de la mañana, con la Gran Vía atestada de borrachos que vuelven de fiesta (que están en todo su derecho, oiga, pero te jode un poquito porque en el fondo querrías ser ellos) y desde entonces hasta la hora de apertura has estado desembalando ropa y colocándola para que todo esté perfecto cuando lleguen los clientes. Muy temprano llegan los primeros y tú pones tu mejor cara porque esa gente no tiene la culpa de que tu despertador haya sonado a las cinco de la mañana y tienes que atenderles bien. Así que allá vas, a sabiendas de que por el otro lado nadie va a pensar lo mismo.

Según avanza la mañana vas viendo cómo una auténtica avalancha de clientes pasa ante tus ojos y cómo tú eres invisible para ellos hasta que necesitan algo. «Chiqui, ¿tienes esta talla?». «Niña, que quiero esa camisa, pero la del maniquí, dámela». Y ves cómo te tiran una pila de camisetas recién dobladas (que te han visto hacerlo justo cuando se acercaban a la mesa a buscar la suya), pero les tienes que poner buena cara, sonreír y decirles que no pasa nada, que ahora lo colocas tú otra vez. Y ellos se ríen y te dicen «para eso te pagan, ¿no?». Y tú solo tienes ganas de decirles que sí, y te callas lo de «no para aguantar sus estupideces».

Si algo aprendes trabajando de cara al público es que la mala educación no es una película de Almodóvar. Y que tú, por estar trabajando, tienes que ser el siervo del cliente. Te reducen a la categoría invisible de nada, de un autómata inferior a ellos, que son quienes tienen la pasta y, por tanto, quienes mandan. Y así es como te llega la sorpresa cuando alguien viene y te llama por tu nombre (que viene en la plaquita identificativa, leer no es tan difícil, de verdad) y obvia el «chiqui, mira», te pide por favor y gracias si le puedes ayudar e incluso muestra sus disculpas por interrumpirte en tu labor de doblar las camisetas o perchar los abrigos. Entonces te dan ganas de darle un beso en los morros y hasta coserle tú mismo el botón de la camisa que lleva y te comenta que se ha desprendido.

Pero esos son los menos. Lo que abunda, por regla general es ese sentimiento de superioridad ante el prójimo que simplemente está allí ganándose la vida, como podría estar en cualquier otro sitio, pero por circunstancias no puede o no quiere. Así que, señoras y señores, igual que el camarero, el panadero o el dependiente de la tienda a la que vais a ir en vuestro día libre no tiene la culpa de que tengáis el día torcido o estéis hasta los mismísimos de vuestro trabajo, no hagáis que para ellos sea distinto. Un poco de empatía y la mitad de los problemas de este mundo dejarían de serlo. Una sonrisa y un gracias es gratis. Dejemos la mala educación para Almodóvar.