La Línea de Fuego

La bruma y el sol

Para los que no me conozcan, yo nací en Bilbao, casi toda mi familia es de allí (quien dice de allí dice mezclada), pero he vivido toda mi vida en un pueblo de la provincia de Cádiz, hasta los 17. Cuando era pequeña y empecé a ir al colegio, sufrí lo que con los años supe que eran choques culturales: por ejemplo, llamar «papo» al carrillo (los que sean del sur sabrán a qué me refiero) o sorprenderme porque amigos que acababa de hacer me besuquearan y se sentaran en mi silla (estando yo en ella, ojo); que invadieran lo que yo consideraba mi intimidad, pero que en realidad para el andaluz es algo natural, y que yo, con el tiempo, he aprendido a amar, aunque esto va casi más con mi carácter un tanto asocial que con la idiosincrasia del vasco.

En el colegio, al menos los primeros años, yo era «la que hablaba fino» (palabra usada en innumerables ocasiones de forma despectiva, otras en conatos de admiración); cuando íbamos en verano y en Navidad a Bilbao e iba con mi moneda de cinco duros fuertemente agarrada en el puño a comprar mi regaliz de fresa, qué mona, que de dónde era, si de Canarias o la niña de los de arriba, la colombiana (?). Para mí, la sopa no es puchero, los muergos son navajas, lo que te pones para estar en casa no son babuchas, sino zapatillas, pero no soy laísta y la camiseta no es un niki. Y así, infinidad de nimiedades pero que para una niña de cuatro años (encima un poco reservada e insegura, pero muy observadora) es un mundo. Con esto quiero decir que a mí lo de los ocho apellidos vascos y las diferencias entre uno y otro sitio me viene ya de vuelta y no me hace ninguna gracia; entenderán que cuando te llevas toda una vida contestando y justificando cosas que luego salen en pantalla convertidas en gags, pues, miren, todo pierde su gracia.

Me acostumbré a sentirme un poco de los dos sitios y de ninguno, a que mis primos empezasen a hablar euskera y yo no, a que los padres de mis amigos hubiesen estudiado en nuestro mismo colegio o a que sus abuelos pudieran decir cómo era Cádiz hace 40 años. Me acostumbré a observar aspectos de las dos culturas como míos y a la vez como ajenos, pero no era consciente de ello. Lo fui bastantes años después, al venir a vivir a Madrid, y lo he corroborado hace poco, en mi última visita a la tierra en la que nací y, sobre todo, donde crecieron mis padres, para mí lo más importante.

Vi que lo que toda mi vida he observado como casi una molestia (la cantinela aprendida de «no, nací en Bilbao, mi familia es de allí, pero me he criado en Cádiz, blablabla»), aunque molestia no sea la palabra exacta, pero sí una suerte de marca, en realidad es una gran ventaja; porque conozco aspectos de los dos sitios que seguramente el nacido y crecido allí (el «born and raised» que dicen los ingleses, tan suyos ellos) no es capaz de ver con perspectiva. Así, sé que el andaluz puede ser egoísta y criticón, pero es acogedor y cariñoso, que el vasco tiene carácter difícil y hermético pero que si haces un amigo de allí probablemente te dure toda la vida; que unos están marcados por el sol y el mar y los otros por la bruma y la ría.

La historia de las naciones y las culturas es un cuento tan viejo como el mismo mundo. A mí no es que no me gusten; es que creo que no sabemos interpretarlas. Si las interpretásemos como riqueza cultural, diversidad, diversidad de lenguas, de literaturas, de músicas, de paisajes, de caracteres… porque es lo que yo he vivido. Ahora me gusta mi cantinela, y la repito siempre que puedo.