La Línea de Fuego

Ni está ni se la espera

Por Carmen Sánchez (@edhelgrim)

Cuatro meses buscando trabajo. Encender el ordenador todo los días y ver que solo se buscan becarios y se ofertan contratos irrisorios de cuatrocientos euros al mes, jornada completa. Patearte Madrid dejando currículums en todos los bares y tiendas posibles, con la sensación frustrante de que estás talando el Amazonas para imprimir tu experiencia y tus esperanzas para nada. Pero oye, da gracias a que te lo cogen.

Y un día te suena el teléfono. Una notificación de preselección para el puesto de office de un restaurante. Que es la forma fina de decir friegaplatos. Te quieren hacer una prueba al día siguiente y tú dices que sí porque a estas alturas ya te da igual que sea de camarera, dependienta, friegaplatos o Dora la Exploradora en la Puerta del Sol. Y allá vas un viernes de puente a las siete de la mañana, cuando no han puesto ni las calles todavía, una hora de viaje hasta ese restaurante que te da un poquito de esperanza. Vas pensando que joder, ya es casualidad también que te llamen de un restaurante que está a dos calles de uno de los periódicos más importantes del país. Y que vas a fregar los platos de la comida de los que podían ser tus compañeros de cabecera, pero que bueno, que así es la vida y que hay que pagar el alquiler y fregar no está tan mal. Por lo menos no te censuran. Haber estudiado una ingeniería o algo así si querías vivir de lo que estudiaste.

Llegas al sitio en cuestión y te dan un delantal y un gorro, te meten en la cocina y te señalan la pila de cosas a fregar. Inspiras y te pones manos a la obra. En ese momento eres una especie de Don Limpio con mandil y en tu cabeza hay un cartel de neón que te recuerda a cada momento «cleaner, cleaner», con un par de letras a medio iluminar y la erre colgando. Como uno de esos moteles de las películas.

El tiempo se pasa volando entre cacharros sucios, mientras le sacas brillo al horno. Cuando te quieres dar cuenta, alguien ha puesto a tu lado un saco de patatas de veinticinco kilos y un cuchillo. Para que vayas pelando. Porque ahí hacen las cosas bien. Como se hacían antes. No como ahora, que no tiene la gente ni puta idea. «Igualito que en McDonald’s esto eh», dice el dueño. Te pones a pelar los veinticinco kilos de patatas y notas como poco a poco el filo del cuchillo te va lacerando el dedo, justo en la articulación, y se forma una ampolla que se revienta poco después con el roce del estropajo. A su alrededor y en los demás dedos van apareciendo cortes que escuecen con la lejía.

Pasan las horas. La una, las dos, las tres. Y no es una canción de Sabina. Que ojalá. Piensas en largarte de allí de un momento a otro. Dejar que les coma la mierda mientras el jefe y los empleados fuman en la cocina del restaurante. Y que ojalá les pille una inspección de Sanidad. Pero algo entre el masoquismo y la curiosidad hace que te quedes para ver qué es lo que está pasando allí. Y contarlo. Porque poco a poco te asaltan las dudas de si esto de llamar a alguien para «una prueba» es una práctica habitual o simplemente te están tomando el pelo. Al fin uno de los camareros confiesa que lo normal es eso, tener a una persona una semana «en pruebas», sin contrato y sin dar de alta en la Seguridad Social y que luego ya van viendo.

Y algo dentro me hace click y empieza a maquinar. Puede que conspiranoicamente. Pero, ¿y si ésta es la tónica general de verdad? Que alguien trabaje sin más seguro que la confianza en que no ocurra nada malo, sin accidentes laborales en un ambiente propenso, rezando para que no haya una inspección de trabajo y se le caiga al pelo, no ya al dueño, sino al empleado eventual que tiene la esperanza de poder ganar algo para ir tirando. Aunque sean diez o doce horas diarias de trabajo. Algo muy por encima de lo legal.

A las seis de la tarde el dueño del local ya se ha marchado y le ha dejado la papeleta de hablar conmigo al encargado, que me da treinta euros «por el día trabajado» y me dice que ya me llamarán. Si eso. Le digo que no me llamen y me voy rumiando mi cansancio y mis ideas camino al metro. Algunos me llamarán exagerada, otros dirán que soy una floja que no aguanta diez horas de trabajos. Porque mi generación está acostumbrada a que se lo den todo hecho. Que un negocio es un negocio y consiste en obtener beneficios. Y yo pienso que a qué precio vas a conseguir esos beneficios de mierda. Y que la vergüenza, la moral y la ética, ni están, ni se las espera.

Me vienen a la mente las palabras que antes ha dicho el dueño, como quien no quiere la cosa, sobre que espera que nadie vuelva a votar al PSOE nunca porque si no volvemos a la crisis. Pero lo mismo la perpetuidad de la crisis no es solo cosa de algunos, sino también de los que se aprovechan haciendo que la gente trabaje por una miseria porque lo necesita, que accede a unas condiciones laborales más que precarias porque hay que comer, vestir y pagar el alquiler. Ya se sabe, esa manía de la gente de vivir por encima de sus posibilidades, que decía aquel, y hasta de darse el capricho de pagarle una carrera a sus hijos. Y los que consienten en ofertar estos trabajos, mientras tanto, duermen tan a gusto, desviando la atención a donde le viene bien. Y pienso que vaya mierda. Que me cago en el puto capitalismo y en los que se creen que pueden perpetuarlo aprovechándose de la gente que no puede ostentarlo. Y que se pueden ir a la mierda y meterse sus treinta euros por donde les quepan.