La Línea de Fuego

Prácticamente perfecta en todo

Como helado de tarta de queso a cucharadas directamente de la tarrina con el ventilador enchufándome directamente la cara. Porque es verano y hace calor. Y tengo la regla y todo vale. Procuro mantener la mente en blanco. Pero es algo que me cuesta bastante. No suelo desconectar nunca del todo. Ni dormida. Mucho menos, despierta. O en ese estado de aletargamiento que se convierten las noches de sofocantes 33 grados a la luna. En mi cabeza resuenan todavía las palabras que susurró muy alto Pamela Palenciano el miércoles en las fiestas de Vallecas con su monólogo ‘No solo duelen los golpes‘ sobre machismo y violencia de género. A medida que avanza el monólogo me veo ciertamente identificada en algunas cosas de las que cuenta Pamela. No con una relación de pareja tóxica. No más allá de la toxicidad que me he estado dando a mí misma.

Le doy vueltas al helado como buscando una explicación a todo eso en los cachitos de galleta. No la encuentro, así que voy a Twitter. Como si allí fuese a encontrar algo. A las tres de mañana, cuando Twitter se convierte en un lugar oscuro que alberga horrores de gente que no se aguanta a sí misma. Más o menos como yo algunos días. Aparece en mi timeline una foto que anuncia la nueva adaptación de Mary Poppins. Con no sé qué actriz que encarna a la niñera «prácticamente perfecta en todo».

Entonces se vienen a mi cabeza las imágenes de la película de Julie Andrews con aquella cinta métrica marcando su altura. Y como quien no quiere la cosa, le empiezo a dar sentido a las palabras de Pamela, que dejan detrás de sí reflexiones necesarias sobre el papel de la mujer en la sociedad. Durante el monólogo Pamela dice en repetidas ocasiones que a ella la enseñaron a esperar, a estar callada, a ser, en resumidas cuentas, prácticamente perfecta en todo. Porque esa es la imagen que tiene que dar una mujer.

Pienso en la imagen de aquella Mary Poppins educando a los hijos de una sufragista mientras cantaba lo de «con un poco de azúcar esa píldora que os dan entrará mejor» y les enseñaba a recoger el cuarto cantando y a edulcorarse la vida.

Porque sí, la vida necesita edulcorantes a veces, pero hay cosas a las que no se les puede echar azúcar por mucho que quieras. Como el hecho de que el sistema patriarcal y capitalista nos ha educado para ser prácticamente perfectas en todo. Y, si no lo somos, echarnos azúcar para disimular. Pero cuidado, porque se va a las cartucheras.

Mi mente sigue enlazando imágenes de la película con cucharadas de helado y de repente piensa que eso sí que se va a ir a las cartucheras. «Para, que no te entra ni un pantalón en rebajas». Pero entonces pienso que por qué me tengo que comprar un maldito pantalón en rebajas si no lo necesito. Y que no, que no doy la talla de prácticamente perfecta en todo pero que tampoco tengo por qué darla, pese a que me hayan educado (como a todas) en ello. Estudia. Compórtate. No te pongas vestidos demasiado cortos. Tampoco demasiado largos, o camisetas sin mangas y con escote. Sé simpática. Y ordenada. Y condescendiente. Y me veo a mí misma mirándome al espejo día tras día en los últimos años pero siendo consciente por primera vez de que cada vez que lo hacía me ponía delante esa cinta métrica invisible y que el «prácticamente perfecta» siempre estaba demasiado lejos, demasiado inalcanzable, y que, por lo tanto, no me merecía ni remotamente ser feliz. Pese a todo. Pese a mí. O precisamente por mí.

A día de hoy todavía hay veces que me levanto y el espejo me devuelve la sombra de esa cinta métrica, un poco rota ya, algo despintada, que siempre me ha ligado con la parte más tóxica de mí misma. Cada vez cuesta más distinguir dónde está la marca del patriarcado del demonio, pero sigue estando. Sigue estando porque a veces no depende enteramente de ti. Y lo sabes. Sabes que puedes vivir de espaldas a todo eso un tiempo, pero no siempre. Que al final, aunque tires la cinta métrica de la perfección alguien vendrá con una nueva, reluciente, para decir «oye, que no llegas». Y la tira amarilla con marcas negras vuelve a asfixiar. Por suerte, me he comprado unas tijeras para cuando aprieta poder cortarla. Pero hay quien no tiene tijeras y quien ni si quiera sabe qué es lo que le está asfixiando.

Desvío la mirada del espejo y miro mi tarrina de helado. Me encojo de hombros ligeramente y susurro un «que le jodan». Que no me da la gana de ser prácticamente perfecta. Con lo que me gusta a mí discutir y decir palabrotas y vestir con ropa ancha o ajustada o como sea mientras me sienta cómoda, y que nadie me diga con qué tengo que sentirme cómoda. Y con lo que me gusta el puñetero helado de tarta de queso. Y la tarta de queso. Así que me lo voy a acabar. Y luego me voy a ir a dormir en bragas y con la ventana abierta, porque también me gusta. Y que le jodan a Mary Poppins, al patriarcado y a su absurda práctica perfección.