La Línea de Fuego

El tiempo que me debo

Tengo 24 años. Cumpliré 25 dentro de unos meses. A los 18 me matriculé en la Universidad para seguir mi vocación. Iba a ser periodista. Pero no periodista como los de ahora. Periodista como los de antes, aquellos que amaban un oficio porque tenían clara su misión en él. Siempre digo que no tuve otra opción. Porque no fui yo quien eligió vivir de contar historias. Simplemente siento la necesidad de hacerlo.

Desde que pisé aquella facultad todo era “os estáis equivocando, chavales” y advertencias de lo duro que es el mundo laboral ahí fuera, de lo que hay que tragar y tragar para conseguir un trabajo. Confieso que a mí no me costó demasiado. Anduve medio errabunda un par de años en la radio de la facultad, quizás tres, un par de meses en un periódico local donde nunca pasaba nada pero que me curtió en rapidez y actualidad, casi un año en una gran cabecera donde pasaba de todo que me enseñó cómo funcionan las grandes redacciones. Un mes pensando que no iba a volver a trabajar de periodista jamás y que quizás ni siquiera iba a terminar la carrera, porque total, para qué.

Entonces llegó aquel contrato que tiraba al suelo las equivocaciones y las advertencias de la dureza del mundo laboral. Tenía 22 años, a punto de cumplir los 23, y acababa de firmar mi primer contrato “de persona” como periodista. Un sueldo más que decente. Un horario muy transitable. Nada de cierres apurados hasta las 11 de la noche, titulares que no encajaban en maqueta, ni guardias para que la actualidad nos pillase trabajando. Tres, cuatro reportajes al mes, mantener un par de páginas webs. Formativo pese a su sencillez. Sencillo pero absorbente.

Un año y once meses después de firmar aquel contrato ha llegado mi carta de despido. La primera que me dan y en la que no me mienten. ¿Y ahora qué? En mi mente que todavía no supera demasiado el “ya no eres becaria” el pensamiento de sobrar en una redacción ha sido siempre un constante. Mes tras mes, trazaba rutas alternativas por si llegaba la carta de despido. Sí, puedo llegar a ser bastante apocalíptica.

Respondí a la pregunta casi antes de que mi mente la formulase. Mucho antes de que pudiese llegar a salir por mi boca. “Ahora me voy a dar el tiempo que me debo”. Años de formación, de echar horas y horas delante de un ordenador, de un folio en blanco, cuestionándome si todo esto me estaba llevando a algún sitio. Años de tratar con gente que piensa que es periodista y con periodistas que piensan que son cualquier cosa menos eso. Entrevistados que te toman por la pobre becaria a la que pueden torear, que no muestran respeto alguno por un trabajo en el que a ti se te va la vida. Y el sueldo.

Hace dos años, cuando me fui de aquella cabecera grande sin mirar demasiado atrás, el mundo se me echaba encima. Solo han pasado dos años, es verdad. Pero la situación es distinta. Ahora tengo claro que, después de todo lo aprendido, quiero aprender más. Necesito aprender más. Más de mí misma y enfocar mi vida a lo que me llena de verdad. Por muy utópico y suicida que parezca.

Me voy a dar el tiempo que me debo. Le voy a hacer caso a Bukowski. Y a Kerouac. Y a Wilde. Voy a leer de manera compulsiva, como siempre he querido. A escribir en busca del sitio que me corresponde en el mundo, si es que me corresponde alguno. Y si no lo encuentro, al menos el viaje habrá merecido la pena.