La Línea de Fuego

Amor amor

Llevo un tiempo dándole vueltas. Una eternidad exactamente. La misma pregunta revolotea en mi cabeza y su respuesta va mutando con el paso del tiempo y de las circunstancias. Las mías, las propias. Me doy vueltas a mí misma, del derecho y del revés, como un cubo de Rubik en el que todas las piezas son endiabladamente parecidas incluso para que encajen. Aquello de yo soy yo y mis circunstancia, que decía Ortega y Gasset. Para mí, mis circunstancias son los que están a mi alrededor.

Durante mucho tiempo a aquella pregunta siempre le seguía un inamovible “no”. El amor no existe. Existe el afecto. El cariño. Pero nadie es imprescindible. Eso es algo que asumí hace mucho tiempo. Quizás demasiado. Tendría yo unos 14 años cuando leía a un columnista de un periódico local diciendo que era una pena que los jóvenes de hoy en día no creyesen en el amor. Leía también, esto hace menos tiempo, uno de esos textos en una página web sobre que mi generación es una generación blanda, que ha crecido en el mundo de la piruleta, que ha caído encima de algodón de azúcar continuamente, que se niega a madurar hasta que Pixar da por terminada su etapa de niñez, allá por una edad indefinida. Culpo a Disney de mis altas expectativas con la vida, dicen. Con el amor.

Mi madre a veces dice, medio en broma medio en serio, que le debe nuestra educación (la mía y la de mis hermanas) a ese señor de las pelis de dibujos. Recuerdo la primera película de Disney que vi. Tendría unos dos o tres años. Aladdin, aquel “rata callejera” que se hacía pasar por príncipe y enamoraba a la princesa para montarla en su alfombra mágica y enseñarla cosas maravillosas. Un fantástico mundo en el que, en efecto, el príncipe es un vagabundo que no puede aspirar a más. Después vinieron muchas más, claro. Que si Blancanieves, que si Pinocho, Cenicienta, La Sirenita, el agobio que me producía ver Alicia en el País de las Maravillas, Peter Pan, La Bella Durmiente, La Bella y la Bestia… Hasta títulos más cercanos en el tiempo y que he ido a ver al cine religiosamente en familia: Tiana y el sapo, Enredados, Brave…

Pese a todas aquellas historias donde el amor siempre triunfaba, mi respuesta a lo largo de los años seguía siendo que no, que el amor no existe. Y si existe no es lo que nos enseñan en las pantallas. Nadie viene a buscarte con su alfombra ni se enfrenta a un dragón para despertarte (aunque confieso que a mí y a mi alarma no nos vendría mal). Ni falta que hace. Pero de un tiempo a esta parte, la pregunta ha vuelto a rondarme. La edad, supongo. Que se echa encima y te confunde. El tiempo, que acecha y hace que te plantees tus creencias hasta este momento. Miro a mi alrededor, a toda esa gente culpando de sus altas expectativas para con la vida en general y el amor en particular al pobre Walt Disney, que ni siquiera está congelado en una urna de cristal esperando su beso de amor verdadero, y pienso que todo eso de que nos han hecho una generación blandita es mentira.

Pese a todo, somos una generación cansada y que se niega a sentir. Se niega porque le han enseñado que que todo es mentira. No sé si porque nos mezclaron el azúcar de Disney con el “Everybody lies” de House. O por ver Harry Potter primero y El señor de los anillos en la siguiente sesión del cine. O por aquello que decían de que los videojuegos violentos anestesiaban. Lo que me consuela es que en algún momento debe pasarse el efecto de esa anestesia. Digo yo.

Ahora que me pongo a hacer repaso cada poco tiempo de mi vida (es lo que tiene la consulta del psicólogo) me pongo a contarme a mí misma la de veces que he negado los sentimientos puros y los he intentado razionalizar. Que han sido casi todas. El otro día me encontraba pensando en eso del afecto y del amor y en que cada uno se merece que llegue su rata callejera con su alfombra voladora y le enseñe ese fantástico mundo. Con cuidado, claro. Con un pie en posición de anclaje, como cuando te acuestas borracha y necesitas tocar tierra firme. Al menos hasta que se te pase un poco el mareo y sepas que no vas a vomitar si levantas ese pie del suelo. Veo todas esas acusaciones a Disney y a la manera en que nos criaron de hacernos necesitar un amor romántico que rechazamos una y otra vez. Y que, sin embargo, veo que lo necesitamos. Quizá en otra versión del mismo. Quizá no lo necesitemos todos.

La búsqueda de esa otra persona que complemente la media naranja es recurrente, sea cual sea la ideología, la orientación sexual o la manera de concebir la vida. Que vale, que quizá no es una media naranja lo que buscamos, ni un medio limón, ni un cuarto de pomelo. Quizá simplemente es que vivimos en una sociedad donde, por más que queramos, estamos abocados a no ser seres plenos e independientes. A veces dependemos de hacer felices a otros para poder serlo nosotros mismos. Dependemos del complemento. Pero nos empeñamos en andar solos, sin rumbo, con miedo a que se cruce otro alguien tan perdido como nosotros en nuestro camino.

Le vuelvo a dar una vuelta a una de esas piezas desencajadas de mi cerebro. Creo que necesito enamorarme. Como todo el mundo. Sabiendo, por supuesto, que nadie es imprescindible. Sabiendo que el amor que saca lo malo de la gente no es amor. Es inevitable que en este movimiento de pieza me venga a la cabeza esa frase que salía de la boca de Jack Nicholson hacia una confusa Helen Hunt en ‘Mejor… imposible’. “Tú me haces que quiera ser mejor persona”. He ahí el amor romántico (venido de un tipo con un TOC algo grave, de acuerdo, pero que remonta en sacar lo mejor de uno mismo y dejar a un lado lo malo). La cursilería. Las sonrisas bobas. Amor, amor. Quizá estaba equivocada y sí que existe. Quizá lo que Cupido pretendía con sus flechas solo era hacernos ver que hay alguien ahí fuera que nos hace querer ser mejores personas. Y que lo consigue.

He estado a punto esta vez de levantar el pie del suelo y abandonar mi posición de anclaje. Me ha venido una arcada. Ay, amor, amor. Dame paciencia, porque como me des fuerza…