La Línea de Fuego

París y sus entrañas

Empiezo a tener la certeza de que viajar lo cura todo. Un coche, un avión. Enfrentarte a sitios desconocidos. Coger un RER en Charles de Gaulle sin saber muy bien a dónde va. Observar las afueras de París mientras una luz cálida y otoñal entra por los cristales rallados de un vagón de los años 80 con las paredes amarillas y los asientos a cuadros diminutos azules y rojos.

Dicen por megafonía que es un tren directo a París. No sé a qué parte de París. Las estaciones de metro prácticamente vacías se suceden. Pensar que hace tres horas estaba en un Madrid lluvioso y atestado de gente…

Yo, que siempre he renegado de cualquier otra cosa que no fuera Madrid, me sorprendo admirando cómo otra ciudad entra en mí. Trae vestigios de otros tiempos. Edificios bajos en ruinas se mezclan con esa arquitectura majestuosa francesa, delicada, salpicada por farolas modernas, antenas parabólicas y andamios. Parece que en cualquier momento podrías encontrar a Baudelaire, a Verlaine y a Rimbaud paseando sus almas malditas abrazadas al absenta. Que al entrar en cualquier café Hemingway estará discutiendo con Fitzgerald o Dalí dibuja sus sinuosos elefantes. Que al doblar aquella esquina, una pandilla de beats saldrán borrachos de ese hotel lleno de chinches huyendo de su propia monotonía. Incluso que por la otra acera pasea una Patti Smith de poco mas de veinte años con un portafolios enorme bajo el brazo soñando con vivir de su arte. El sueño de Midnight in Paris.

He llegado a la estación de Châtelet. Está en obras y da la sensación de un París post Guerra Mundial, un búnker en ruinas con las direcciones de salida mal señaladas. Y mucha gente desorientada que anda decidida. Cambio el RER por la línea uno de metro, de color amarillo, y voy hasta George V. El metro de París se asemeja más a la imagen que tenía de este medio de transporte antes de llegar a Madrid. La imagen que me habían dado las películas americanas ambientadas en las grandes urbes.

Subo las escaleras y la avenida de los Campos Elíseos me recibe con el petate al hombro. Majestuosa. Sus enormes escaparates, las tiendas caras, la avenida coronada por el Arco del Triunfo. Hasta el McDonald’s tiene otro aire distintivo, incluso elegante para una cadena de comida rápida.

Saco mi mapa prestado del bolsillo, junto a las instrucciones para llegar al hotel que he escrito cuidadosamente en una libreta. Punto por punto. “Pasa la tienda aRnwa y luego gira en la rue de Bassano hasta el número 24″. Así que así lo hago. Es la primera vez que voy sola a una ciudad de la que no conozco ni el idioma.

20161123_171314Llego al hotel y me dirijo a la recepción. “Inglish better”, digo a la recepcionista con mi rudimentario anglosajón. Ninguno de los dos recepcionistas habla castellano. Subo a mi habitación en la segunda planta, dejo el equipaje y me dispongo, rauda, a salir a la calle para emprender mi recorrido por las calles de París y sus entrañas.

Bajo por las angostas escaleras del hotel, de una época mucho anterior, cuya madera cruje bajo mis botas. Salgo del hotel y me sitúo en el mapa. He de ir hacia la Avenue Kléber y allí coger la línea seis de metro hasta Raspail. Una vez en Raspail, después de doce paradas, visualizo mi objetivo. El cementerio de Montparnasse. Llego tarde, a penas quince minutos antes de que den el primer toque de cierre. La noche va cayendo mientras los cuervos graznan sobre las diecinueve hectáreas del cementerio. Ando decidida, buscando una lápida en particular, haciendo memoria de dónde podré encontrarla según el mapa que hay a la entrada.

Ando un poco desorientada entre las tumbas hasta que veo una llena de flores secas, velas y poemas. La tumba donde descansa toda la familia Baudelaire. Su madre, su padrastro. El poeta maldito al que, casi 150 años después de su muerte, todavía se peregrina. Sobre cuyo nombre casi 150 años después de su muerte todavía se dejan marcas de carmín.

Me quedo allí quieta un momento, mirando lo que los peregrinos han ido dejando. Rosas moradas que se van marchitando, barras de pintalabios, poemas plastificados para que aguanten a la inclemencia del tiempo. Entonces me lo imagino con su aire de dandy de otro tiempo, con sus versos y su salen de París.

Una campana me hace ser consciente del tiempo. El cementerio cerrará sus puertas en 15 minutos, justo cuando la noche va cayendo. Emprendo el camino hacia mi siguiente parada. Busco una boca de metro, esta vez Vavin, línea 4, hasta St Michel Notre-Dame. Cuando salgo del metro ya es de noche. Las farolas alumbran las calles aún atestadas de gente. Vuelvo a mirar mi mapa buscando la rue de la Bûcherie. No aparece en el mapa, así que me dispongo a dar vueltas a las calles principales intentado encontrar los puntos de referencia que había apuntado en mi cuaderno. Sin éxito.

Con frío y bastante decepción me resigno a volver al hotel sin haber encontrado mi otro lugar imprescindible que visitar en París. Pero antes, como para saciar un poco las ganas, doy un paseo por Notre Dame. Es entonces, cruzando un paso de peatones, una vez que lo había dado todo por perdido, cuando veo el cartel que indica que ahí empieza la rue de Bûcherie. Corro rauda y veloz buscando su número 37. Y allí está. Es un edificio pequeño, muy pequeño, antiguo,que no casa para nada con el resto de la arquitectura parisina. La Shakespeare and Company arroja luz hacia la calle con una foto de Walt Whitman en la puerta. Entre sus libros de viejo, situados en una mesa en la calle, encuentro una edición de 1974 de Miscellany Two de Dylan Thomas. Abro la puerta para echar un vistazo y pagar la compra, sin intención de llevarme nada más. La primera estantería me lo impide. Está coronada por un cartel que reza «Beats» y plagada de libros de mi obsesión casi imposibles de encontrar en Madrid. Casi sin pensarlo cojo un ejemplar de The Haunted LifeSatori in Paris & Pic, de Kerouac. Recorro la librería con una mezcla entre nervios y excitación. Subo las escaleras estrechas de madera hacia la planta de arriba, donde según un cartel pegado en un espejo junto a fotos de poetas se encuentra la sección de poesía. Allí mis ojos se van irremediablemente hasta un ejemplar de The happy birthday of Death, de Gregory Corso, que añado a la pila de libros.

Paseo un poco más entre las salas repletas de libros antes de decirme a llevármelos todos. Bajo de nuevo, decidida a pagar mi botín. El dependiente pone un sello en la primera página de cada uno de mis libros con el logotipo de la librería y los mete en una bolsa de papel con una frase.

Dejo Notre Dame y las luces de Navidad que invaden la ciudad atrás. Creo que pocas veces en mi vida he sonreído tanto. Empieza a llover y vuelvo al metro. Abro uno de mis nuevos libros y empiezo a leer de vuelta al hotel. Ahora tengo la certeza de que viajar desinfecta las heridas, leer pone las vendas y escribir las cicatriza.

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