La Línea de Fuego

El arte de la frustración

Pocas cosas hay que den tanto respeto a un escritor como un folio en blanco. Yo, que soy periodista y me gano la vida escribiendo, me enfrento a este papel en blanco prácticamente a diario. Pero no es lo mismo escribir que crear.

La creación (artística en general, la literaria en particular) es un oficio casi tan antiguo como otro cualquiera. De siempre ha habido quien se ha ganado los cuartos escribiendo, ya fuese algo propio que se publicaría bajo su nombre o algo que se atribuiría a un tercero. También desde siempre se han escrito cosas por encargo y cosas por placer. Es ahí, tal vez, donde viene el problema. Cuando te encargan algo, un reportaje, una entrevista, una columna, las palabras fluyen de alguna forma u otra. Quizá de una manera menos sana, más artificial, pero al fin y al cabo salen.

Otra cosa es cuando, en tu cabeza de plumilla que redacta noticias y notas de prensa como si no hubiera mañana, nace, espontáneamente, una idea. Normalmente es un sentimiento. Algo que necesitas plasmar en un papel en blanco para que el resto lea y valore (no digo si positiva o negativamente, pero cuánto daño ha hecho a la Literatura dar la mediocridad por genialidad en veredictos poco fiables).

He de confesar que, a estas alturas, este es uno de esos momentos. Un momento que se ha alargado durante un par de meses en los que en mi cabeza no para de dar vueltas un texto sobre frustración literaria. Y no se me ocurre paradoja más bonita a la par que infernal. Hace mucho que considero un papel en blanco como una vía de huida donde discurren las molestias, una huida hacia adelante en la que es inevitable, cada dos párrafos, echar la vista atrás.

O eso es lo que crees. No es una mirada por encima del hombro, sino dentro del hombro, una mirada que recorre el pecho hasta llegar a las entrañas, pasando por alto el corazón en un intento de esquivar lo que se esconde de verdad. Entonces las vísceras recorren el papel en busca de un sitio donde esparcirse. Lentamente. Inundando la página en blanco con borrones de sangre que nunca sabes muy bien de dónde viene.

Y de repente para. Para y en mi cabeza resuena la voz de Bukowski -en realidad nunca la he escuchado, pero me imagino que debe ser una mezcla entre Sabina y Al Capone, rasgada, rota y llena de alcohol-, que me mira fijamente con los ojos vidriosos y una camiseta en la que luce su misma cara. El realismo sucio en su máximo esplendor. Porque escribir, al final es eso, ensuciarte las manos con tus propias entrañas. Un acto que debe ser sucio, donde el sudor se mezcla con la saliva y las ganas insaciables de más, donde resoplas y gimes, un acto encolerizado donde bailas un tango con palabras que se te resisten o que mueven sus piernas demasiado rápido para que les sigas el ritmo adecuado.

El viejo Buko me señala con su vaso después de darle un trago y me hace la misma pregunta de siempre. La misma que se hizo él siempre. «¿Así que quieres ser escritor?». Y me recita aquellos versos suyos embriagados en los que dice que no sea como tantos otros escritores, que las bibliotecas se aburren, bostezan hasta dormirse con esa gente, que sea lo que sea tiene que salir de dentro como un cohete, algo que te queme esas entrañas que deslizas por el papel.

Le da un trago a su vaso con algo que a mí se me antoja whisky y me vuelve a mirar.

«Yo tenía dos opciones: permanecer en la oficina de correos y volverme loco, o quedarme fuera y jugar a ser escritor y morirme de hambre. Decidí morir de hambre. ¿Tú qué vas a hacer?».

La pregunta se diluye con la tinta y yo nunca sé qué hacer que no sea rasgar el papel y dejarlo en el olvido. Supongo que incluso la frustración tiene su arte.