La Línea de Fuego

La generación del estruendo

No soy ninguna autoridad ni ninguna experta para hablar de prácticamente de ningún tema. Simplemente soy una espectadora, una observadora más que, a veces, se permite la licencia -no sé si mala o buena- de hablar de lo que ve. O escribirlo. Hace tiempo que llevo dándole vueltas a lo que nos ha llevado hasta aquí. A ser quienes somos. A intentar construir quiénes vamos a ser.

Los que nacimos entre los 80 y los 90 hemos sido los hijos de unos padres que maduraron con miedo heredado de una dictadura, con la esperanza de aquella mentira transitoria en la que vivimos. Somos los hijos malcriados de unos padres a los que nuestros abuelos no pudieron darles prácticamente ningún capricho. Y ellos nos lo han querido dar todo. Y lo han hecho, cuando han podido. Nos han dado regalos de Reyes Magos, regalos de cumpleaños, nos han pagado carreras y máster, una educación muchas veces desdeñada. Nos han inculcado valores de futuro: la clase media, consigue un trabajo, cásate, ten hijos, compra un coche. Y una casa.

Íbamos a ser la generación silenciosa.

Pero estamos siendo la generación del estruendo, la de muchos ruidos y pocas nueces (y que, tiene gracia, nunca leyó a Shakespeare). Versos sin sentido, ínfulas de revolución que acababan cada día con resaca. El querer crecer antes de tiempo pero no saber asimilarlo. Capitanes Garfio queriendo ser Peter Pan, coleccionando sirenas y desdeñando Wendys. Campanillas reivindicando su derecho a creer en ellas mientras se apagan por dentro.

Cuentos de los hermanos Grimm tergiversados por Disney. Nadie nos contó que, al final, la Sirenita se suicidó por amor, que se convirtió en espuma, que es lo que siempre había sido en realidad, ni que andaba sobre cristales rotos para no conseguir nada. Ni que el príncipe encantador no despertó a la Bella Durmiente con un beso, sino que la violó. Nadie nos enseñó que el mundo no es un cuento de hadas donde nadie gana y todos pierden siempre algo.

Leyendas de sexo, drogas y rock and roll que queremos imitar pero a las que, seamos sinceros, no podemos aspirar. Somos la generación que se escuda en el “no me dejan” para camuflar la pereza. La de la división hace la fuerza y la falsa unidad. Una ley mordaza que, en cierto modo, nos ampara.

Nos falta identidad camuflada en bares con muebles reciclados de Malasaña, ropa de segunda mano y vermouths. Ver (que no mirar) y escuchar (que no oír) en lugar de hablar y hablar. No debemos perder la voz, pero sin olvidarnos de aprender del silencio (propio sobre todo).

Pero quizá todavía estemos a tiempo de callar mientras leemos a Shakespeare, de recapacitar en silencio y convertir el ruido en nueces. Quizá estemos a tiempo de ser la generación silenciosa que convirtió el estruendo en melodía.