La Línea de Fuego

El pudor de la vida que mira de frente a la muerte

Huele a aséptico, a medicinas, sábanas de hospital pasadas por lavanderías. Las salas atestadas de gente con miradas perdidas en azulejos azules, con ventanas opacas imposibles de abrir.

Inés tiene 92 años, o 98, depende de quién le pregunte y del año que sea en ese momento en su cabeza. Está sola sentada en un sillón, al lado de la ventana desde la que no se ve nada, aunque sus ojos ya no son lo que eran. Piensa, supongo, que no sabe muy bien dónde está ni cuándo vendrá alguno de sus cuatro hijos a por ella.

“Yo siempre me he desvivido por ellos”, masculla. “Y con mis nueras siempre me he llevado muy bien. Cuando tuvieron los críos, siempre la que me encargaba era yo, no sus madres”. Tiene rasgos duros, más aún por las arrugas de su casi centenar de años, de quien ha visto muchas cosas, aunque ahora ya no vea, y de las que no se va a olvidar aunque la memoria falle.

Dos trabajadoras sociales se acercan a su sillón. Corren la cortina que separa las seis camas de la sala, queriendo dar un poco de falsa intimidad. Una de ellas, rubia ceniza teñida, de pelo corto, bata blanca impecable, le pregunta si sabe dónde está.”En un sitio donde atienden a la gente, supongo”, contesta con la confianza que dan los años, cuando sabes que puedes decir lo que quieras, aunque esté mal.

Inés dice que ella antes lo sabía todo, pero que ahora tiene un lío en la cabeza. Se acuerda de su nombre completo, de la dirección de su casa de toda la vida en Madrid, del pueblo donde nació, en Salamanca, comarca de Béjar, donde tiene unas tierras que ya ha repartido entre sus cuatro hijos.

Las trabajadoras sociales atienden su historia. Cuando acaba, la misma trabajadora social le dice que le darán el alta esa misma tarde, que si sabe a dónde va a ir cuando salga del hospital. “A casa” es la respuesta. Pero no va a casa.

Inés llora y reniega de lo que sus hijos han elegido por ella. “No te preocupes, allí vas a estar mejor que sola en casa. Hay cine, teatro, baile… ¿No te gusta bailar, Inés?”, intenta consolar la otra trabajadora social, idéntica a la primera, con la bata blanca impecable y el informe bajo el brazo, si no fuera por el pelo, más largo y moreno.

Es entonces cuando la respuesta de Inés estremece. “Yo nunca aprendí a bailar. A mí me pilló la guerra, que no se la deseo a nadie, porque es lo peor que puede pasar. Tenía otras cosas que hacer”. Y es entonces cuando me doy cuenta de que tiene razones, motivos, causas y recuerdos para sostener las arrugas de sus 92 años, o los 98, y el carácter agrio. Tiene razones, motivos, causas y recuerdos de sobra para imponerse a voluntades, pese a la edad.

“Los viejos ahora sobramos”, sentencia, justo antes de decir que no tiene miedo a la muerte y que ojalá el Señor se acordase de ella en ese mismo momento. Lo dice decidida, con voz grave que ni siquiera se quiebra, con ese pudor que le falta a la vida de quien mira de frente a la muerte.