La Línea de Fuego

Sylvia Plath y su campana de cristal

“Era dueña de mí misma”. Es una de las últimas frases que pronuncia Esther Greenwood, la protagonista de La campana de cristal, la novela autobiográfica que escribió Sylvia Plath y que vio la luz en 1963, un mes antes de que Plath se suicidara, y bajo pseudónimo. Hoy puede parecer una frase manida, pero su sentido cambia si tenemos en cuenta dos cosas: la conservadora sociedad estadounidense de aquellos años, y que Esther la pronuncia al salir de la consulta del doctor que le acaba de poner un diafragma.

Sylvia Plath, nacida en 1932 en Massachusetts, tenía ideas revolucionarias para la época. Probablemente muchas otras mujeres las tuvieran también, pero ella fue una de las pocas en ponerlas por escrito y hacerlas públicas, porque eran superiores a sí misma: “Yo no podía soportar la idea de que una mujer tuviera que tener una vida pura de soltera y de que un hombre pudiera tener una doble vida, una pura y otra no”.

Durante toda su vida, Plath estuvo oscilando entre la obsesión con su vida amorosa, reflejada en sus diarios (producto de la etiqueta social de la mujer de su época), y sus ansias de libertad e independencia. Enamorarse de otra mente brillante, Ted Hugues, y ocupar desde entonces un segundo plano, condujo a su autodestrucción, pero también era una mentalidad demasiado adelantada a su tiempo. La sociedad encorsetada y su enfermedad, teorías conspiranoicas aparte, hicieron el resto.

En La campana de cristal suelta numerosas reflexiones sobre el papel de la mujer en la sociedad estadounidense de finales de los 50. “Un hombre no tiene una sola preocupación en el mundo, mientras yo tengo un bebé pendiendo sobre mi cabeza, como un gran garrote para mantenerme en la línea recta”, reflexiona Esther hacia el final de la novela. Reflexiones que Sylvia, entonces ya esposa y madre, rescataba de su juventud, cuando vivió un período de absoluta libertad e independencia, tanto sexual como espiritual. Pero tal vez la seguían atormentando esas ansias que Esther confiesa en el libro. A la vez, parece que era feliz como madre y que seguía amando a Ted.

El vacío en la campana de cristal

Su diagnosticado trastorno bipolar , su depresión nerviosa, su personalidad extremadamente perfeccionista (desde pequeña destacó, e hizo por destacar, en el ámbito académico, en la literatura e incluso en la pintura) y su tormentosa relación con Hugues no fueron una buena combinación, pero eso no le impidió aportar ideas de una extrema lucidez. Toda su obra está plagada de feminismo, por el que decía: “Mi gran tragedia es haber nacido mujer”.

Sylvia intenta desesperadamente apartarse de la mujer común de su época, de lo que suponía ser mujer: quedar relegada al hogar, al marido y a los hijos. Por eso se afana en destacar en el ámbito artístico y académico, con una desesperación excesiva; pero también porque lo lleva dentro, porque es su forma más natural de expresarse, como muestran sus poemas. Las contradicciones inherentes a su espíritu en un marco tan estricto la atormentaban: “Si ser neurótica es decir dos cosas mutuamente excluyentes en el mismo momento, entonces soy endemoniadamente neurótica”. Es mujer, es humana, y no tiene miedo de decirlo, lo que la convierte en una de las escritoras más valientes de la historia.

Se ha convertido en un icono literario. Cuando se habla de mujeres relegadas por la historia, mujeres malditas, siempre se menciona su nombre. Pero, hasta hace poco, rara vez se mencionaba el feminismo que impregna su obra, la lucidez y lo novedoso de su forma de pensar para la época. Pocas mujeres entonces se atrevían a decir algo tan inspirador como esto: “Esta es una de las razones por las que nunca quise casarme. Lo último que yo quería era seguridad infinita y ser el lugar desde el cual parte una flecha. Quería cambio y emoción y salir disparada en todas las direcciones yo misma”.

Todas las citas proceden de La campana de cristal, de Sylvia Plath.