La Línea de Fuego

Celeste Caeiro, y en el fusil un clavel

Eran las 00:20 del día 25 de abril de 1974 cuando en la radio comenzó a sonar una voz rasgada reclamando: “el pueblo es quien manda”. Era la señal que estábamos esperando. Era el momento de nuestra revolución.

En realidad, llevaba siendo nuestro momento desde el 27 de julio de 1970. Aquel día los portugueses anhelamos aún más la libertad, porque la sentimos cerca por primera vez desde el inicio de la que fue la dictadura más duradera del siglo XX en Europa… Que sí, que Marcelo Caetano había tomado el mando hacía ya dos años, pero la muerte de António de Oliveira Salazar, padre de la dictadura, se nos presentó a todos como el principio del fin del régimen. La muerte de un hombre que por un tiempo nos había parecido inmortal nos inspiró. Es verdad.

Así, desde las Fuerzas Armadas se comenzó a urdir una movilización que aquel 25 de abril de 1974 los soldados pusimos en pie casi por inercia. Porque es cierto, muchos no sabíamos qué estábamos haciendo, pero sabíamos que teníamos que hacerlo.

Aún era noche cerrada cuando nos hicimos con las calles de Lisboa. Fueron horas de espera, horas cargadas de incertidumbre y de entusiasmo al mismo tiempo. Aquel día mis compañeros y yo vimos amanecer montados en nuestros tanques de camino al cuartel donde se escondía Caetano —supongo que asustado o decepcionado, pero no creo que impresionado—. Y entonces apareció ella.

Traía entre sus brazos un enorme ramo de claveles rojos, y en el semblante, una ilusión retenida que le iluminaba la mirada. Curiosa, me preguntó: “¿Qué es esto?, ¿qué está pasando?”. Y yo, consumido por los nervios y hasta por el aburrimiento —y después de decirle escurridamente que aquello era un golpe de estado—, le pregunté: “¿No tendrá usted un cigarrito?”. Pero no fumaba. Vi en sus ojos cómo sintió lástima por mí; buscó a su alrededor, pero en aquella ciudad fantasma era imposible comprar un paquete de tabaco, así que con voz tímida, como resignada, me dijo: “Sólo puedo ofrecerle un clavel”. Yo lo acepté, y en un gesto casi reflejo, lo coloqué en el cañón de mi fusil.

Mis compañeros me imitaron, y ella, conmovida, se desprendió de todas sus flores. Y así, casi por arte de magia, aquella estampa revolucionaria comenzó a teñirse de un rojo intenso que nadie olvidaría jamás.

De hecho, yo hoy recuerdo aquel día en blanco y negro…salvo a ella y a sus claveles.

Celeste Caeiro trabajaba entonces en un restaurante que aquel 25 de abril de 1974 celebraba su primer año de vida. Como obsequio, claveles para las damas y vino de Oporto para los caballeros…pero, ¿quién contaba con que el país amanecería aquel día con un golpe militar? Como cada mañana, Celeste había acudido a su puesto de trabajo temprano, pero se topó con la verja echada. Algo estaba pasando en Portugal. Su jefe le recomendó irse a casa y esperar —como todos—, no sin antes coger un puñado de claveles…al fin y al cabo, se iban a marchitar.

En aquel instante, el espíritu rebelde de Celeste le pedía muchas cosas, pero ninguna de ellas era quedarse en casa. Y menos mal. Porque sin querer, Celeste Caeiro selló nuestra movilización regalándonos un símbolo que lo significa todo y que lo sentimos todos. Realmente, menos mal, porque si un pobre soldado como yo no se hubiera topado con una mujer como ella, ¿qué nombre le habríamos dado a esta revolución?