La Línea de Fuego

Érase una vez un carnaval

Escondida tras las montañas al norte de Portugal y desde tiempos que ninguno de sus 250 habitantes recuerda ni olvida, cada carnaval, la pequeña aldea de Podence anuncia a golpe de cencerro días de indulto al libertinaje: llega el “entrudo chocalheiro”.

Al parecer, todo comenzó allá por los años en que el hombre se debía a la tierra que pisaba y al fruto que de ella brotaba; y por aquel entonces, los dioses aún eran mundanos y los motivos de celebración paganos. Así, cada 15 de febrero, los adolescentes de la Antigua Roma celebraban su entrada en la edad adulta con un perverso ritual que, madurando durante siglos, ha resultado en el carnaval más genuino del país vecino.

Aquellos jóvenes acallaban la efervescencia que inunda los pensamientos de todo adolescente merodeando por los bosques, al acecho de alguna alimaña distraída. Me los imagino tan desorientados como ambiciosos, tan salvajes como inocentes…sí, así como todos nos hemos sentido durante la pubertad.

La ceremonia consistía en el sacrificio de animales impuros y era sellada con diabólicas carcajadas que hoy siguen retumbando en las empedradas paredes de Podence. Entonces, desollaban a las criaturas para hacer de su piel rudimentarios látigos con los que golpeaban a todo el que encontraban a su paso en un acto de purificación de la comunidad. Pero la llegada de una extraña epidemia arremetió contra las mujeres dejándolas estériles, lo que —seguramente unido al entusiasmo de los mozos— hizo derivar aquel rito expurgatorio en una plegaria por la fecundidad: las muchachas se convirtieron en el único blanco de los azotes.

Y entonces llegó la sacralización de todos aquellos festejos. El carnaval quedó cargado de connotaciones demoníacas materializadas en las espeluznantes máscaras y vestimentas que hoy siguen luciendo los “caretos” de Podence, misteriosas criaturas envueltas por luces y sombras, como encarnación mágica de lo que se esconde entre el bien y el mal.

Hoy las correas de piel han sido sustituidas por aparatosos cinturones de cencerros —o mejor, “chocalhos”— con los que estos personajes fantásticos atizan a las jóvenes en un extraño baile al son de sus aullidos. Pero lo que no ha cambiado en absoluto —por más esfuerzos que pusiera en ello la Iglesia— es el ambiente de permisibilidad que rompe durante unos días con todas las normas sociales. De hecho, me atrevo a pensar que esto algo tiene que ver con que una tradición sobreviva al paso del tiempo. Porque la historia continúa, y continuará.